El, hombrachón, hecho de palabrotas y exigencias, hospitalizado en fase terminal, sin cesar se queja, protesta, manda... Ella, hecha de resignado sometimiento, día y noche, sin rechistar, lo atiende, mima, respeta, soporta, sufre en silencio... A las dos de la madrugada, tras muchos días de vela, ella sufre un desmayo. Se la llevan con urgencia. El masculla palabrotas iracundas. Media hora, no más, un profesional de bata verde informa: Su mujer está muy grave. Dice que usted sabía que le quedaba poco. El, gruñendo sonidos ininteligibles, dice al fin: ¡Claro que lo sabía! Pero, ¿quién me cuida a mí ahora? Un relato, sí, de una de mis obras, pero lo importante, lo trágico es que en primera persona compartí, en malos días, hospital, habitación con él y ella: fui testigo del heroísmo de una mujer maltratada hasta después de su muerte. Hoy, cuando han pasado veinte años, la sigo viendo sin cesar en sus desvelos, silencios, suspiros... Y la sigo recordando, víctima, como tantas mujeres, de esa heredada y maldita superioridad que sobre ellas ejercen hombres inseguros, cobardes, crueles... que precisan del valioso caudal de bondad y eficacia, capacidades que, sin límites, puede llegar a ser una mujer, para seguir sintiéndose machos, más que hombres. Con su comprensión, el hombre no puede conocer el lenguaje de los pájaros, ni qué dice el arroyo en su murmullo, ni qué canta la lluvia cuando cae sobre la tierra. Pero el corazón del hombre sí puede sentir y apresar el significado de estos sonidos, cuando elige el silencio, la sensatez para transmitir su significado. Creo que entendí el lenguaje de aquella anónima mujer, en noches de espantosa angustia, y es por ello que quiero transmitir su significado. Mañana, un año más, al amanecer, arrojaré al aire un puñado de jazmines de mi maceta en homenaje a ella y a otras tantas mujeres maltratadas. También una lágrima.

* Escritora y maestra