A lo mejor no es así pero puede que estemos en una nueva ocasión enfrascados en discursos cada vez más coherentes y con sentido pero más alejados de la realidad. Puede que al final todo quede en aguas de borrajas y ni siquiera se dé un paso real en la dirección correcta. Puede, y esto sería lo más trágico, que ni siquiera sea posible mejorar lo que son las cosas en la orientación adecuada.

Canceladas por el momento, o al menos aminoradas, las demandas de un cambio legislativo y un endurecimiento de las penas a los menores en razón de la gravedad de lo que han hecho, el foro ha empezado a llenarse de propuestas aparentemente más serenas y con un contenido lo suficientemente atractivo para convencer a casi toda la gente: hemos de aceptar y entender como humano --propone por lo que se lee y se ve la opinión común-- que el entorno de las víctimas formule propuestas firmes y urgentes encaminadas a modificar la legislación aumentando las penas y los castigos a los culpables; nos explicamos que es una reacción muy lógica que debe ser recogida con cariño pero que conviene aparcar porque la razón, se dice, aconseja no legislar "en caliente" y además no parece conveniente y ni siquiera es eficaz llenar las cárceles de niños delincuentes. Centrar el debate en discutir sobre el cambio de edad penal de los más jóvenes, asegura la reflexión que se ha acabado imponiendo, es querer poner parches al problema --para disimularlo, para tranquilizarnos-- pero no es abordar el problema en su última raíz. Así es como de momento ha quedado descartada en términos generales cualquier acción legislativa o punitiva inmediata y se ha impuesto el buen tono, el saber propio de una sociedad madura que, aunque lo comprenda, en ningún caso se deja llevar por la precipitación para tomar decisiones de importancia penal y social. Y así ¿en qué consiste este argumento de evitar el atolondramiento, la ligereza y plantear el asunto con sentido y madurez, ir al fondo del problema que se ha suscitado? "Lo que deberíamos hacer es preguntarnos qué está pasando, qué nos ocurre, por qué se producen situaciones como las vividas, si es que estamos haciendo mal las cosas como sociedad, como conjunto responsable colectivamente para que ocurran casos tan espantosos, algo que parece bastante probable a la vista de sus consecuencias", vienen a decir estas propuestas juiciosas. Y no debemos andar por el buen camino, repiten, porque de otra manera no se producirían estas conductas tan deleznables. "Ello es una prueba fundada de que no sólo es que no estamos obrando con acierto sino que incluso estamos equivocándonos del todo", de que hemos abandonado el buen camino y los viejos principios que nunca debimos olvidar (esa extraña manía de pensar y creer, sin ningún fundamento histórico ni científico, que hubo una edad de oro), y de lo malos que somos todos, (bueno, casi todos porque aunque la mayoría por humildad, delicadeza o prudencia lo hace sin señalar, hay quienes, encaramados en el púlpito de su refulgente y espléndida virtud, lanzan rayos y truenos como un Júpiter enfadado culpando a unos y a otros --el gobierno como responsable de todas las cosas malas que hacemos suele ser una referencia muy estimada-- menos a sí mismos ¡faltaría más!). En esas estamos y ésta parece la opinión dominante (desde luego expuesta con templanza y con mesura no vaya a ser que nos atormentemos en demasía y sin estridencias) que casi se ha convertido en pensamiento único y en el juicio de valor mejor visto social e ideológicamente. Y ya está. Impuesto en el foro del debate general este buen discurso sobre la deriva moral, lleno el ambiente de lamentaciones como si estuviéramos reviviendo otra época de profetas bíblicos, que parece que han reaparecido con su dedo acusador, saturados de recomendaciones morales, (aunque puede detectarse un tufillo sospechoso de que la pregunta está empezando a ser más retórica que sincera) cabe plantearse ¿y ahora qué?

* Articulista