La mayoría de los hombres aún no son conscientes de que el objetivo de alcanzar una democracia paritaria no solo depende de una mayor presencia de las mujeres en el espacio público sino también de nuestra incorporación en el privado y de la transformación de los modelos sobre los que hemos construido nuestra masculinidad.

Ello nos obliga de entrada a revisar nuestro papel de padres. Nuestro modelo de referencia, que me temo que aún hoy sigue siendo el dominante, era el padre ausente y autoritario, el restaurador del orden, el que iba y venía mientras que la madre permanecía, el que apenas intuía el significado de la palabra ternura y el que continuamente estaba concentrado en sus labores de proveedor y en el cuidado de su imagen de héroe. El que desde una homofobia más o menos latente no toleraba que su hijo varón fuera sensible y el que posaba orgulloso como padrino cuando acompañaba a su hija al altar.

No es de extrañar que con esa referencia muchos de los que ahora nos hemos convertido en padres estemos algo desorientados y que algunos no dejemos de interrogarnos sobre los dilemas que nos provoca escapar de unos esquemas con los que el patriarcado nos convirtió en seres mutilados y ciegos ante buena parte del caudal que la vida pone delante de nuestras narices. Tengo además la sensación de que estamos resolviendo esos dilemas de la peor manera posible. Y de esa equivocación somos responsables tanto los hombres como las mujeres, incapaces de redefinir el pacto que nos ata como padres y madres y, sobre todo, las cláusulas que atañen a la educación de nuestros hijos. De esta manera, y arropados por la sociedad de la opulencia, hemos desterrado la autoridad en nuestra relación con ellos y hemos olvidado que las libertades se convierten en látigos si no van acompañadas de un sano ejercicio de responsabilidad. Como además somos prisioneros del tiempo que nos exige el éxito profesional, y como aún no hemos sabido recomponer --sobre todo nosotros-- las relaciones entre lo público y lo privado, tratamos de compensar las horas que no estamos con nuestros hijos con mimos exagerados y con un excesivo proteccionismo que no les deja espacio para que corran, se caigan y se hagan heridas. Todo ello acompañado por nuestro afán de que sean los mejores atletas, músicos, bailarinas, tenistas o futbolistas. Esa dinámica competitiva los vuelve cada vez más egoístas al tiempo que crecen sin la noción de límites que tan necesaria es para madurar. Paralelamente los padres y las madres nos consolamos con la coartada perfecta: no podemos frustrarlos, tienen que ser felices.

Creo que en esta equivocada concepción de la paternidad radican buena parte de los males que con tanta ligereza reprochamos al sistema educativo. De poco sirven las leyes o los medios que el Estado invierta en la enseñanza, si de puertas para adentro seguimos engordando monstruitos educados en el egoísmo con el respaldo de unos padres complacientes. Algo que todos alimentamos desde el momento en que los educamos más para "tener" que para "ser" y sobre todo desde que consideramos a sus maestros y maestras no como cómplices sino como enemigos que les enseñan a nuestros hijos valores como la disciplina, la mesura o el valor del esfuerzo. Esos de los que huimos en los hogares porque es más cómodo confundir el cariño con la permisividad. Por eso no nos deberíamos extrañar que cada vez con más frecuencia aparezcan en los medios maestros que han sido agredidos por padres. Es la manifestación extrema de una sociedad que sigue sin reconocer el papel fundamental de los docentes y que aún no ha entendido que la democracia no necesita príncipes sino ciudadanos. Una meta que deberíamos empezar a asumir en el interior de esas habitaciones repletas de juguetes con los que nuestros hijos nunca juegan y en las que en vez de regalarles peces de colores deberíamos enseñarles a pescar.

* Profesor de Derecho Constitucional