El día que mataron a Kennedy yo estaba en Madrid, camino de El Escorial. Tenía poco más de veinte años, muchas alondras en la cabeza y un vértigo de plumas en ese incógnito lugar en donde nace la poesía como acontecimiento inesperado. Unos años antes habíamos sido testigos del nacimiento de una nueva frontera: en los Estados Unidos de América había sido elegido presidente un hombre que para ganar a Nixon (un cenizo similar a Rajoy ) había hecho uso de la poesía en sus discursos para hablar del futuro. Ese presidente, John F. Kennedy, citaba con frecuencia en sus discursos de campaña electoral versos de Walt Whitmann y nos daba a entender que el mundo estaba en vísperas de una nueva realidad, como las Hojas de hierba de Whitmann, el más optimista de los poetas, nos anunciaban grandes praderas relucientes de sol en el corazón de una nueva humanidad. Nada que ver con los discursos de algunos políticos de ahora, tal vez de casi todos los políticos. Y es que Kennedy tuvo la precaución de rodearse de intelectuales como Richard Goodwin o Ted Sorensen y citaba en sus mensajes electorales al poeta-profeta de su país, el gran Whitmann de las luengas barbas blancas. Este Barack Obama de ahora pretende imitarlo en las maneras, aunque, que se sepa, hasta el momento no haya citado a los poetas, tal vez porque no los conoce. No están los tiempos para poesía, nunca lo estuvieron. Los réditos electorales en política no dependen ni de un endecasílabo ni de la transformación de la palabra "futuro" en la palabra "víspera" que suena a cambio, a epifanía y a proyecto ilusionante. Zapatero y Rajoy, aquí y ahora, hablan de dinero contante y sonante a manera de cantos de sirena. Los negros que elaboran los discursos del gobernante y del aspirante conocen al personal y van directo al instinto primario, a la simplicidad materialista, al bajo vientre de los deseos incumplidos de tener antes que ser. Ninguna cita de poetas o de filosófos, dado que el personal no está ni siquiera mínimamente capacitado para entender el exacto sentido del lenguaje en función de su belleza o de su carga ética. Y mucho menos se habla de cultura, de ideas renovadoras. Las palabras de nuestros políticos de aquí solo dan a entender promesas económicas que yo no sé si podrán cumplirse, todo depende de la voluntad de los que prometen y de la posibilidad de que entre o no al trapo del engaño el soberano y sufrido pueblo. Extrapolable a cualquier país donde se convocan elecciones para cumplir el rito de la democracia, ya saben, el menos malo de todos los sistemas políticos.

Ateniéndose a esos códigos de la democracia parlamentaria el lenguaje de la política es simplista y no entra al fondo de las cuestiones. Y, por supuesto, es un lenguaje exento de ironía, nada imaginativo, un lenguaje pedestre, ya que va dirigido a una pedestre realidad que no es otra que esa especie de analfabetismo de los que son incapaces de entender otras palabras que no sean las que tocan a sus primarias emociones y creencias, sean o no religiosas, y, muy especialmente, a sus bolsillos. Los autores y los receptores del mensaje no están preparados para comprender, como dijera aproximadamente Heine , la fuerza ilusionante de una idea bien expresada y bien elaborada. Tanto que, llevada a la práctica, tendría la posibilidad utópica de cambiar el mundo. Las ideas no tienen gran valor en la realidad cotidiana de nuestro tiempo, pues aunque no se expresen en lenguaje abstracto sino con sencilla profundidad y belleza, no pueden competir con los instintos conservadores del homo económicus desideologizado.

* Poeta