Al abrir los ojos esta mañana no podía dar crédito a lo que veían mis ojos: miles de montículos de basura se sucedían uno tras otro a mi alrededor hasta perderse en el horizonte; un olor nauseabundo emanaba de las entrañas de la tierra, una tierra sucia mezclada con restos de alimentos, papel, plásticos y piezas metálicas. Apenas podía mover los brazos y mis piernecillas entumecidas daban patadas al aire, impotentes. Sólo supe gritar, gritar de desesperación, gritar hasta desgañitarme, hasta perder el aliento y quedarme en suspenso durante unos interminables segundos. Imaginé con terror que una rata se acercara a husmear entre los desperdicios, se tropezara conmigo y se atreviera a mordisquearme. Allí debí de haber pasado la noche entera, porque los últimos recuerdos que guardo de ayer son un pecho desnudo, un pañuelo humedecido con una sustancia de olor acre y el crujir de una bolsa oscura.

Ignoro por qué me abandonaron a mi suerte tan pronto. Es injusto, cuando no puedes ni moverte por ti mismo. Me siento como un pequeño vegetal desnudo que es capaz de llorar. Y además tengo una pinta infame, con todo el cuerpo empapado y sucio. Uno se espera que al venir al mundo estén esparándolo con los brazos abiertos y que se desvivan por uno en todo momento. A mí me ha tocado un mal comienzo. No sé cuánto duraré así en estas condiciones. Al menos podían haberme dejado a la puerta de un convento o en una panadería, qué se yo. Las circunstancias en que ha tenido lugar mi abandono significan claramente que mi madre no me quería, tal vez porque no me esperaba tan pronto, tal vez porque confiaba en que fuera niño. Ya se sabe que muchos chinos sólo quieren machitos, y las niñas son consideradas una desgracia para la familia.

Ahora me doy cuenta de que aún llevo la placenta. Tengo frío. Si no pasa alguien por aquí pronto, mi vida habrá pasado como un suspiro, con más pena que gloria. Aunque ¿quieres creer que no siento pena? Ni rabia tampoco. Eso sí, cierta curiosidad no hay quien me la quite. ¿Qué habría sido de mí, de esta conciencia, con la oportunidad de vivir una vida plena, normal, con su padre y madre, una infancia dulce, la gloriosa adolescencia, la universidad, una pareja y unos hijos? Pero de todas formas no siento pesar. Si no viene pronto un guardia civil o un vagabundo queme descubra y me lleve al servicio de urgencias de un hospital, sencillamente cerraré los ojos y rezaré para pasar a la siguiente vida con el menor sufrimiento.

Es verdad que algo de pena sí que siento, aunque no es autocompasión, sino pena por todas esas personas que no pueden tener hijos y deben pasar el calvario burocrático de la adopción. A mí me vendrían de perlas una madre y un padre ahora mismo. Y eso sé que es imposible.

Oigo voces. Alguien se acerca a cuatro patas. Son muchas y vienen muy juntitas, arreadas por un hombre. Supongo que esto significa mi salvación, porque las ovejas son vegetarianas. Ya estoy en sus brazos. No me extraña que el pobre corra como un poseso gritando auxilio. Las enfermeras andan alborozadas por el descubrimiento. Ahora todo son mimos y preguntas. Me han puesto un nombre que me hará parecer niña toda mi vida. Porque, según el médico, y a pesar e mis claros síntomas de deshidratación e hipotermia, viviré si es que no he pillado alguna infección grave mientras esperaba en el basurero. Dicen que he nacido prematuramente y que presento ciertos rasgos mongoloides, así que puede que mi origen sea asiático o americano. Cuando una madre abandona a su hija es porque la sociedad está enferma, por eso no le reprocho nada a esa pobre mujer. Andamos como coches locos, dando topetazos de aquí para allá. Rara época de mutaciones ésta: las madres prefieren vivir su vida a sacrificarla por sus hijos. La sociedad humana es cada vez más natural, más salvaje. Las ratas devoran a sus crías cuando se ven amenazadas por el hambre o cualquier otra circunstancia adversa. Y las mamás tiran a sus hijos al contenedor camino del trabajo.