Hace pocos días, me encontré con Mercedes Valverde Candil, a la que los lectores deben conocer bien, porque es la directora de los museos municipales y aparece con asiduidad en las páginas de este diario. La cuestión es que venía de comprar trufas, no las de chocolate, que precisamente se llaman así por su semejanza con ellas, sino los hongos subterráneos que viven en simbiosis con robles, castaños, avellanos, hayas... No sé cuántas había comprado pero era un buen paquete. «Es para preparar pavo trufado, una receta de mi familia con más de doscientos años de antigüedad; ya te la explicaré, porque sale exquisito». Las dos llevábamos prisa y no teníamos tiempo suficiente para que tomase nota de la receta, que quedó aplazada para mejor ocasión, pero no se me olvida; estoy a la espera, y en cuanto la sepa, tendrán ustedes cumplida noticia de ese pavo trufado, que ardo en deseos de conocer, sobre todo, porque Mercedes tiene buen gusto y en su casa hay buena cocina, así que, si ella dice que está exquisito, exquisito estará.

Lo cierto es que, inmediatamente, me fui a comprar trufas, para tener preparado el ingrediente fundamental de la receta, además del pavo, claro. En la estantería del supermercado, entre las diferentes conservas vegetales, al lado de las setas, quedaban tres cajitas con su botecito y su trufa dentro -una trufa por bote- a cuatro euros con cincuenta, cada uno. Eso, las baratas, que las caras, de oferta, costaban diez euros; de estas quedaban unas cuantas más, pero tampoco tantas. Esto hace pensar que hay mucha gente haciendo o a punto de hacer pavo trufado. Las trufas son caras y muy buscadas desde siempre. Egipcios, griegos y romanos las comían; los dos últimos, como suele ocurrir con los alimentos caros, les atribuían propiedades afrodisíacas, como si la buena vida no fuera por sí misma el mejor afrodisíaco.

La recolección de las trufas se hace con cerdos o perros, que las localizan gracias a su olfato y al intenso y delicado aroma que aquellas exhalan.

En la cocina, se utilizan crudas o cocidas, enteras o cortadas, fileteadas, en daditos, picadas; por cierto, jamás se debe tirar el caldo que acompaña a la trufa en conserva, sino utilizarlo en la misma receta. Se usan con carnes rojas, de caza, con aves, patés. Y con huevos. Incluso, en el colmo del refinamiento, hay quien las guarda, naturalmente frescas, junto a los huevos, para aromatizarlos. Recuerdo, en un restaurante de Ronda, unos huevos fritos, con jamón ibérico y virutas de trufa... Sí, realmente memorables.