En estos días de cuerpo encerrado y mente volandera -la imaginación, como decía Santa Teresa, es la loca de la casa-, uno de los recursos más infalibles para evadirse de la negra realidad del coronavirus es la lectura. Los libros, ya sea en su versión clásica de papel, con la que yo me quedo, o en formato digital son una puerta abierta a infinitos horizontes y multitud de vidas que tomamos prestadas hasta llegar a la última página, que a veces quisiéramos retrasar, cuando se trata de historias tan bien halladas que nos dejan un poco huérfanos con su fin. No siempre es fácil que un texto te atrape de ese modo, ni siquiera los clásicos entre los clásicos, que como no son billetes de cien euros, no tienen por qué gustar a todos. Aunque ahí están los esnobs -y la intelectualidad tiene muchos- que nunca se atreverían a confesarlo.

A mí, tan maniática que soy incapaz de empezar una novela, ensayo o lo que sea sin antes empaparme del prólogo aunque no me interese lo más mínimo, que jamás paso una hoja sin leerme las notas al pie y considero un fracaso vergonzante renunciar a leer hasta la última línea de un volumen, a mí, con tan obsesivos precedentes, no me duelen prendas al confesar que me dejé el Ulises de Joyce a medias, ya ven. Y bien sabe Dios que me las veo negras para no aparcar definitivamente esa joya libresca, lo reconozco, que es En busca del tiempo perdido, el testamento literario y vital de Proust; único hasta el extremo de haber dado nombre a un adjetivo, proustiano, pero tan espeso por su sintaxis barroca y su morosidad que resulta indigesto. Tanto que no debe de ser casualidad que siempre se cite el pasaje de la magdalena como paradigma de la evocación sinestésica, es decir, aquella en la que participan varios sentidos y, por ejemplo, un sabor puede devolverte la infancia. No quiero ser malpensada, pero estoy convencida de que el acierto de don Marcel hubiera pasado desapercibido de no ser porque lo introduce casi al principio del primer tomo de su ingente obra, mucho antes de que lleguen las deserciones de lectores en masa.

Voy por el cuarto de los siete tomos de La recherche. La degusto muy despacio antes de dormir, y me ayuda a conciliar el sueño acunada por su hermosa musicalidad. Pero durante el día prefiero libros que cundan más, lo cual no es sinónimo de malos. Con algunos hasta te llevas agradables sorpresas. Me ha ocurrido con La primera vuelta al mundo, el diario de la expedición de Magallanes y Elcano, redactado con gracia y detalles curiosísimos por Antonio Pigafetta, un italiano deseoso de fama que sin ser marino ni comerciante se enroló en una de las cinco naves que partieron de Sevilla con 300 hombres en 1519, regresando tres años después al mismo muelle solo 18 de ellos, medio moribundos, en la nave Victoria. En este breve y fascinante escrito, editado en rústica por Alianza Editorial con motivo del 500 aniversario del histórico viaje, Pigafetta fue anotando las aventuras y desventuras de unos navegantes que salieron en busca de especias y descubrieron que la tierra era incuestionablemente redonda. Un auténtico tratado de supervivencia con tintes naturistas y antropológicos ideal para soñar mundos estos días de encierro desde el sofá.