Cuando veo la noticia lo primero que hago es preguntarme si un animal vale la vida de un hombre. Da igual el animal, da igual qué hombre: hemos atravesado una barrera casi de Derecho natural si llegamos a cualquiera de las dos conclusiones. Sin embargo, escuchando a los bomberos de Córdoba que salvaron a un perro de las llamas el pasado lunes, en la calle Historiador Jaén Morente, las dudas se disipan. Para ser más exactos hay que imaginar el fondo de la escena: una puerta cubierta por el fuego. No se podía entrar en la vivienda sin atravesarlo, con sus lenguas lamiendo el techo y las paredes. Pasaron. No había un solo lugar que no estuviera cubierto por las llamas. Los bomberos sabían que dentro solo quedaba un habitante del inmueble: el perro de la pareja. Entraron y lo encontraron. Al levantarlo del suelo supieron que aún estaba vivo, aunque inconsciente. Salieron a la calle y comenzaron las sesiones de reanimación. A uno le puede parecer más o menos chocante, ridículo incluso --a tenor de la respuesta que haya dado a la pregunta formulada más arriba-- ver a un tiarrón de rodillas dando un masaje cardiovascular a un perro, pero fue exactamente así. El perro tenía aún demasiado humo dentro de su cuerpo, y ardía de calor por fuera y por dentro. Le echaron agua por encima para hacerlo reaccionar, tal y como puede verse en las imágenes. Después le dieron oxígeno. La fotografía resulta sorprendente por lo que tiene de inaudito o poco común: un perro tumbado e inconsciente en el asfalto recibe oxígeno a través de una mascarilla. Poco a poco lograron que volviera a respirar. El final del relato es optimista: mientras escribo estas líneas, el animal se está recuperando en una clínica veterinaria de Córdoba.

Desde el Servicio de Extinción de Incendios y Salvamento de Córdoba se informa que el perro «parece que evoluciona favorablemente, se mantiene en pie y come», a pesar de haber inhalado demasiado humo. Lo mejor de la historia, además de su desenlace, es la reflexión de Jorge, el bombero que lo salvó: «Nosotros lo conocemos como los 10 minutos de la vida. Si se saca a una persona en los 10 primeros minutos se le puede reanimar, así que hicimos lo mismo con el animal con la esperanza de que saliera adelante». Fue entonces cuando decidieron --tras haber decidido previamente ir a por él y buscarlo entre las llamas-- realizarle un masaje cardíaco y aplicarle el oxígeno. «Surtió efecto, a los 20 minutos empezó a respirar por sí solo». Preguntados por el periodista de La Sexta que lo entrevistó, Jorge manifestó que estaban «encantados de salvar una vida porque cualquier vida vale, sea una persona o un animal». Un principio de verdad natural que puede no ser la respuesta que uno pondría sobre un papel a la pregunta inicial, pero que acaba siendo una respuesta más que válida, franciscana y honda, en boca de quien ha salvado al animal. Quiero decir que la vida impone su criterio allá donde terminan las preguntas más o menos teóricas, más o menos sesudas pero fuera de la inmediatez real.

Resulta, más o menos, una historia feliz en unos días que están llenos de malas historias. Y cómo no quedarse con esa reflexión, que los bomberos están «encantados de salvar una vida porque cualquier vida vale, sea una persona o un animal» cuando una parte de la población, de nuestros vecinos, va y suelta --o piensa-- soflamas como por mí pueden ahogarse todos en el mar, que se queden en su país, aquí no queda sitio para nadie. Cada vez que he escuchado o percibido algo de esto he tirado de nuestra memoria histórica, educada sabiendo que miles de españoles arribaron también a otras tierras por mar, especialmente en América, cuando ya no podían vivir en su país por causa de una guerra o la victoria de un bando. Desde un punto de vista ético no haría falta un referente propio: el hermanamiento natural entre seres humanos debería impedir la indiferencia ante la muerte, el ahogamiento del otro. Leo que las diferentes comunidades autónomas andan en negociaciones para ver quién se queda con no sé cuántos hombres, mujeres y niños. Después, eso sí, o hace varios años, vemos el cuerpo de un niño vestido como uno de los nuestros siendo sacudido por las olas en una playa desierta y se nos rasga el estómago, se nos abre por dentro: aunque solo un ratito, casi lo que dura el parpadeo.

Ante cualquier pregunta, solo puedo quedarme con esta respuesta. La reflexión de este bombero ha venido a sacarnos de su límite animal para enfrentarnos al límite de nuestra humanidad.

* Escritor