Fiel a sí misma, la naturaleza, que no obedece a más leyes que las suyas, sigue respondiendo a sus citas anuales aunque nada sea igual que siempre alrededor. El coronavirus nos robó el disfrute de la primavera, que vimos desde los balcones brotar, mustios de encierro, mientras la vida estallaba en flor. Nos consolábamos entonces pronosticando, entre otras mil hipótesis sin tino, que el calor, ese calor tan temido que esta vez aguardábamos como agua de mayo, achicharraría al mal bicho y nos garantizaría un veraneo si no de ensueño, pues el largo confinamiento y su desescalada nos iban a dejar pocas posibilidades de tirar la casa por la ventana, sí al menos como un paréntesis sin agobios ni penas, ya inmersos en una nueva normalidad oxigenada y libre de implacables curvas ascendentes.

Pero se han superado los cuarenta grados -en Córdoba con creces, como de costumbre- y las alertas naranjas no nos han traído precisamente tranquilidad. Aunque eso sí, como todo es relativo y la inquietud tiene sus prioridades, tampoco nos han hecho estar pendientes del termómetro de la forma casi enfermiza en que solíamos hacerlo cuando los ferragostos de la nada cotidiana. De hecho, la pandemia nos ha dejado tan anestesiados que, probablemente no por casualidad, nos enteramos en plena canícula de que todo un hasta hace poco glorioso rey, por muy jubilado que sea, ha hecho las maletas o se las han hecho de cualquier manera, para emprender el camino del exilio y aquí no se mueve una hoja. Salvo las voces despistadas de esos comentaristas de lo que les pongan por delante, bien en medios serios o en las charcas de internet, se echan en falta tanto manifestaciones de los grandes hombres y mujeres de la patria que son o han sido como comentarios del pueblo llano acerca de tan sorprendente fenómeno histórico, que ni a las barras de bar han llegado, desactivadas como están por la requerida distancia social de los dos metros que nos separan.

Bastante tenemos, nos decimos -y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra-, con sortear los crecientes brotes, rebrotes o lo que sea esa nueva forma de medir la realidad que amenaza con más reclusión a poco que nos descuidemos. Se nos van las fuerzas en resignarnos a haber perdido otra vez, como en primavera, ferias, verbenas y cualquier expansión de alegría colectiva, tan catártica, por miedo al contagio. Debemos conformarnos con pasear por la playa o por el lugar turístico escogido, el que pueda y se atreva a moverse, embozados a pleno sol con la mascarilla, ese instrumento de tortura que hay que llevar sí o sí por responsabilidad hacia los otros y hacia uno mismo. Y, en suma, no hay más remedio que afrontar un verano atípico en el que nada salió como esperábamos. Salvo la naturaleza y sus ritmos, que lo mismo nos sorprenden con la consabida tormenta estival -y la de este año ha sido de las gordas- que se derraman de noche en lluvia de estrellas. Las perseidas, más conocidas como lágrimas de San Lorenzo por las fechas en que se dejan ver, serán de los pocos recuerdos bonitos que nos deje este verano del 20 sobre el que algún día se escribirán libros y se harán películas, quizá de amor iniciático como la de aquel Verano del 42 mecido por una hermosa melodía. Pero eso será así que pase todo esto. De momento, solo nos queda mirar al cielo y pedir un deseo a las estrellas fugaces.