Multa de tráfico. Intento pagarla en efectivo y no puedo si no es de martes a jueves de 8.30 a 10.30 am. Así que, por esto y aquello, me da el último día y entro en Internet con la sana intención de. Como no dispongo de cuenta bancaria en ese momento (¡oh, escándalo, ni de Iphone!) me resulta obligado utilizar, sacrílegamente, la de un amigo. Forzoso introducir la clave y demás. Complicado encontrar la ruta. Se mezclan datos y reiteran mandatos de carácter chulesco por parte del Sistema. Me vuelvo a perder. Acomplejado, casi tiro la toalla digital. Pero insisto y doy con la tecla. Y es en la última coyuntura cuando se me solicita la venerable «firma electrónica». ¿Cómo? ¿Aún no dispone de? Muy fácil y bonito. Hay que pulsar aquí, allá y, finalmente, llamar al teléfono indicado para solicitar la firma exclusivamente válida para el día de autos. De modo que llamo y le paso el teléfono al titular de la cuenta, que es interrogado sobre la segunda, cuarta y última cifra del número tal, indicando a posteriori la fecha de la boda de su tío segundo Fulanito el de allí. Ok. Le facilitan la dichosa firma electrónica. Ahora solo hay que introducirla en el casillero correspondiente cuando te lo pidan, mas no va. Lo intentamos de nuevo, de cualquier manera, y cuando ya todo huele a desenlace, se nos vuelve a pedir la firma. Renuncio. Pulso «salir» y, en este crítico, estelar momento... ¡Atención! ¡Je! ¡Aquí se resume todo! En este momento la máquina, el sistema de Dios, delatándose vilmente, con una frialdad y cara dura de robot cabrón va y me suelta el siguiente, descarado mensaje: «Con lo que cuesta llegar hasta aquí. ¿Está seguro de que desea cancelar la operación?» Pero ¡no era tan fácil, cabrones? Quizir, o sea, quizir... ¡Oh, viva la Revolución Digital y la Policía Local! ¡Agachemos la cabeza, contentos, pues vivimos en democracia!

* Escritor