Vivimos cada vez más y, según los expertos en gerontología, mejor. Pero lo cierto es que la vejez -que tiene sus ventajas, como la experiencia y ese relativizar las cosas que tantos argumentos desarma- llega envuelta en inseguridades, desamparo y de tarde en tarde en tragedia. Casos como el de la viuda de 80 años de Aznalcóllar a la que asesinaron tras un robo en su casa o el hallazgo en Madrid del cadáver momificado de una anciana cinco años después de fallecer por un ictus en la cocina de su piso han devuelto estos días a la actualidad el drama de la soledad extrema que aflige el último tramo de la vida de muchas personas.

Por suerte no todo el horizonte es negro. El aumento de la esperanza de vida, causa de un vuelco demográfico sin precedentes, está cambiando para bien la forma de envejecer, si hemos de creer las predicciones del Centro Superior de Investigaciones Científicas, que vaticina «auténticas revoluciones en el perfil de la vejez» para los años venideros. Al parecer, las próximas generaciones de mayores no solo aguantarán más tiempo en este mundo y lo harán con una salud al menos pasable gracias a los avances de la ciencia, que es un logro que ya está aquí. Los mayores de un futuro cercano serán además hombres y mujeres que han tenido desde la cuna buenos cuidados sanitarios, por lo que llegarán en mejores condiciones a sus últimos años, que han accedido a la universidad y disfrutado de un nivelito socioeconómico (aunque no lo dirán refiriéndose a nuestros jóvenes, pegados a los padres por falta de recursos propios). Ese saldo positivo los convertirá en gente de edad provecta, sí -aún no se ha inventado la máquina de descumplir años, ni falta que hace-, pero independiente y socialmente activa, con capacidad de ayuda a los demás en lugar de ser ellos los auxiliados.

No hay por qué dudar del cuadro trazado por los investigadores del CSIC, que ofrece ilusión para todos, pues todos llevamos un viejo dentro. Ni se debe poner en solfa eso que algunos, destacando los efectos positivos del incremento de la longevidad, llaman «la revolución de las canas», sino reconocer el paso firme de los viejennials con ánimo para cuidar de sus nietos, pero también para emprender iniciativas, consumir y gastar en ocio; en suma, para saborear la existencia hasta el último aliento. Pero hoy por hoy, este horizonte optimista convive con realidades mucho más grises para las que hay que inventar soluciones. Por ejemplo la soledad, que puede ser estupenda para el que la busca, pero demoledora si no es deseada. Según el censo municipal, en esta ciudad viven solos 13.052 cordobeses de más de 65 años, y de ellos la mayor parte son mujeres, más resistentes al tiempo y a lo que les echen. Un total de 10.175 cordobesas mayores se desenvuelven -algunas muy bien, otras no tanto- en lo que las estadísticas oficiales denominan «hogares unipersonales», islas en las que a veces reina silenciosa la pobreza junto a la incomunicación con el exterior, bien por dificultades de movilidad, por abandono de la familia o por ese alejamiento progresivo del día a día que invade al viejo. Sobre todo a los hombres, menos acostumbrados a la autosuficiencia, que en cuanto enviudan vuelven a casarse o se marchitan hasta morir.

Mientras crecen las listas de espera de dependientes, ni en los sulfúricos debates televisivos ni en la campaña en general se ha hablado apenas de este sector de la población salvo en el caso de las pensiones, y de puntillas, cuando debería ocupar un lugar destacado en las agendas políticas. Se está a tiempo de enmendarlo en estas o en las siguientes elecciones... y sobre todo en lo que venga después.