A Cuelgamuros, el valle de la sierra de Guadarrama que escogió Franco para cumplir un fúnebre delirio de grandeza, nunca lo llamamos Valle de los Caídos. No lo hacemos -en primer término y fuera de razones ideológicas-, porque es una obra faraónica, ególatra, exaltadora de la dictadura y germen de discordias, realizada casi 46 siglos después de las pirámides egipcias, pero de forma semejante. Es decir, usando mano de obra de los vencidos en la guerra fratricida más cruenta y exterminadora de toda nuestra historia. Y, para acentuar el escarnio, gastando dinerales públicos, mientras los niños de la España imperial eran alimentados en las escuelas con la leche en polvo regalada por los USA.

Tampoco lo hacemos -en segundo término y dejando también aparte las creencias políticas-, porque la construcción enclavada en el valle de Cuelgamuros, tal vez para rivalizar con el cercano monasterio de El Escorial, es un edificio de estética tan dudosa como grandilocuente para rememorar un sangriento horror maniqueo, sin arrepentirse; antes bien, con jactancia de haberlo protagonizado. Incluso dotándolo de un carácter católico que no concuerda con el sentir unánime de los contendientes que lucharon en la guerra del 36, aunque la Iglesia, en más de una ocasión brazo en alto, al estilo mussoliniano, la llamase cruzada de liberación nacional.

A lo sobredicho cabe añadir otras precisiones que pueden resultar clarificadoras. La palabra «caídos», en el contexto de la guerra civil, no es un vocablo neutro, semánticamente imparcial, sino un término adoptado por el argot falangista para designar a sus héroes fallecidos. En el himno Cara al Sol cantaban: «Si te dicen que caí,/ me fui al puesto que tengo allí». En todas las ciudades y pueblos se erigió un monumento funerario denominado Cruz de los Caídos --en Córdoba estuvo adosado a la Torre de la Malmuerta-- donde figuraban los nombres de los ciudadanos y lugareños considerados mártires patrióticos. Con harta frecuencia, en ocasiones solemnes, se utilizaba la exclamación: «¡Caídos por Dios y por España!», a la que se debía contestar con un estentóreo «¡Presentes!».

Todo lo contenido en el párrafo anterior nos lleva a considerar que el eufemismo «caídos» nunca englobó a los que murieron en los dos bandos, tanto en el frente como en la retaguardia, sino únicamente a los franquistas. Algo que fue una constante durante la dictadura que, por ejemplo, siempre consideró a quienes en su bando sufrieron graves desperfectos «caballeros mutilados», con derecho a remuneración, y a los contrarios, en semejantes situaciones, «joíos cojos» o «puñeteros mancos» que pudieron, a finales de los 60, dedicarse a guardar automóviles en algunos aparcamientos municipales...

Por tanto, el uso de la palabra caídos no es un signo de reconciliación, sino todo lo contrario. Es más, concluida la contienda, en la que unos y otros mataron a mansalva, los vencedores siguieron haciéndolo, ya en exclusiva, durante una larguísima posguerra donde la represión fue sistemática. Por todo ello, no sabemos si dentro de los caídos, para los que se construyó el valle con su nombre, caben personajes como José Antonio Primo de Rivera --este parece que sí, y en lugar destacado-- o Blas Infante --este parece que no--, y no digamos las abundantes víctimas de dicha posguerra interminable. Episodios que configuran nuestra historia contemporánea y que, por sí solos, invalidan la polémica actual sobre la exhumación de los restos del Generalísimo, muerto en su cama y enterrado en Cuelgamuros. Por supuesto que deben llevárselo, pero por la obvia razón de que no puede permanecer sepultado en un lugar que, tanto él como su régimen, llamaron Valle de los Caídos, pues Franco nunca fue un caído, sino un productor de caídos. Cosa bien diferente. Esa es la trágica realidad que, por sí misma, determina el cambio de cementerio.

Hay quienes piensan que el traslado del ataúd debió de hacerse apenas instaurada la democracia. Puede que, sobre el papel y a distancia, lleven razón si separamos la realidad de sus circunstancias temporales. Entonces no se hizo porque parecía inadecuado en un momento en el que la gran mayoría de las fuerzas políticas hablaban, a diario, de concordia y de aparcar determinados hechos del pasado para poder construir un futuro que superase a las dos Españas endemoniadas.

Ahora bien, como aparcar no es sinónimo de olvidar, transcurridos otros 40 años, este puede ser el momento de cumplir, sin odio, una justicia diferida a la que todavía quedan bastantes flecos para completarla. Pensamos, a bote pronto, no solo en las fosas comunes sino también en el templo donde sigue sepultado un golpista que, todas las noches, desde una emisora, arengaba a los aguerridos soldados nacionales para que enseñaran a las mujeres de los rojos lo que era un auténtico varón. Chulería machista que siempre fue pecado grave y que ahora sería asunto de juzgado de guardia por incitar a la violación.

Dijimos que todavía es tiempo de remediar errores y horrores. Así lo hemos escrito otras veces, acordándonos del doctor Marañón. Este, en varias ocasiones, aseguró que borrar los efectos de las guerras civiles necesita el trascurso de, por lo menos, un siglo. Y para eso, todavía nos faltan dos décadas en números redondos.

* Escritor