Pedro Sánchez parece un pívot lacio, de esos que les pasas el balón y se les cae de las manos. Se le ha visto en esta moción de censura, casi pidiendo perdón, casi con miedo a romper cualquier plato brioso del Congreso, casi con miedo a pedir el balón para jugarlo de espaldas al tablero. Pedro Sánchez parece un Fernando Romay de la política: un Romay de muy al principio, el apaleado y torpe, no el Romay final que cogía rebotes, ponía tres tapones y metía seis o siete puntos por partido, el que hizo sudar a Robert Parish cuando el Real Madrid se enfrentó con los Celtics en el Open MacDonald’s. Así que cuidado con los pívots lacios, con manos de cristal, que a base de gimnasio y de tesón pueden convertirse en otra cosa. Algo así le ha pasado a Pedro Sánchez, del que Felipe Reyes no tiene demasiado buen recuerdo como jugador cuando coincidieron en los juveniles de Estudiantes: porque el pívot juncal al que se le caían los balones, que no tenía carácter para pedir el tiro decisivo ni para plantarle cara a un pívot peleón, entre la motivación de los íntimos y las pesas continuas de las redes sociales ha acabado llevándose el partido. Se ha enfrentado a todos: a su propio partido, a Susana Díaz, a sus derrotas, a las traiciones dentro de su entorno, pero ha salido al frente y ha vencido. Aunque todo lo anterior son máscaras. Es el momento de saber si hay algo de realidad ahí dentro. Cuál es su discurso --de verdad-- sobre España y sobre el 155: o sea, sobre la Constitución, la unidad territorial y la igualdad de todos los españoles. Tiene la misma base de legitimidad que cualquier otro presidente: ha sido respaldado por los suficientes diputados. Pero ahora debe demostrar su legitimidad moral. Tiene derecho a gobernar y también a sacar a pasear otra visión del juego, que será la suya. Desde luego ha demostrado ser más duro de lo que creíamos, como Romay frente a Sabonis. Pero ahora el balón está en sus manos y debe hacernos ver a lo que juega.

* Escritor