Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir», escribió el poeta sumido en el dolor por la muerte de su padre, algo que, en aquel momento de profunda tristeza, le parecía algo sin sentido que había llegado «muy callando», como llega a todos los hombre por igual, tanto a los pobres «que viven por sus manos», como a los ricos con sus señoríos. Pero la verdad es que si el río de su padre le hubiese podido hablar, le habría contado una maravillosa aventura de la vida, llena de momentos felices así como, ciertamente, momentos de tristeza y dolor.

El río de la vida no es un mero fluir tranquilo de unas pocas aguas solitarias, desde su nacimiento hasta fundirse con las aguas del mar. El río nace de una fuente pequeña, y seguiría como un pequeño arroyo si no recibiese de otras fuentes, primero, y de afluentes, después, las aguas que hacen crecer su caudal. En su juventud, el río quiere librarse de las estrecheces de las montañas que lo vieron nacer y corre rápido y alocado barriendo todo lo que encuentra a su paso, precipitándose desde lo alto en cascada, y creando peligrosos remolinos que pretenden absorber y hacer suyo todo lo que está a su alrededor. Más tarde, ya en la madurez, el río fluye pausado, en estrecha comunión con el mundo que le rodea, adaptándose, en los meandros, a los obstáculos que encuentra, cambiando su entorno por la erosión y, al mismo tiempo siendo cambiado por este que le ofrece sus riqueza minerales tiñendo su piel de Amarillo, Negro o Rojo. El río. con su enorme generosidad, da vida a multitud de seres vivos, fructifica a la tierra y da solaz al caminante. Y, finalmente, ya en su vejez, llega al mar, y este le sale al encuentro en el estuario, y unidos en un estrecho abrazo, caminan juntos hacia un horizonte sin fin.

El constante fluir de la vida con un pasado, un presente y un futuro, ha estado siempre presente en el pensamiento del hombre. En el lejano pasado el filósofo Heráclito hablaba del panta rei, todo fluye, en el pasado reciente Darwin nos habló de la evolución de las especies, la ciencia de hoy se esfuerza en explicar el «vacío», anterior al «big bang» iniciador de la evolución del cosmos, y Teilhard de Chardin, uniendo ciencia, filosofía y mística religiosa nos habló de una grandiosa cosmogénesis seguido de la aparición de la vida, la hominización del individuo y la formación de una noosfera, todo ello caminando, entre luces y sombras actividades y pasividades, como él las llamaba, hacia el punto final, Omega.

Pero hoy en Europa, el fluir del río de la vida parece haberse detenido. Hoy al Viejo Continente, viviendo en el aquí y ahora de la moda, no le interesa el pasado y no se fía del futuro. En educación se minusvaloran la historia y el pensamiento de antaño, se estudia el presente y no se apoya la investigación para el futuro; en la industria todo se fabrica con una corta fecha de caducidad; en arte, ya lo expresó M. Barceló al responder a alguien que le hizo notar que muchas de sus obras, hechas con material orgánico, no iban a durar mucho: «yo no pinto para el futuro --dijo--, yo pinto por el aquí y ahora»; la política está vacía de ideología, y el único ideal de un mundo mejor que ofrece es el aumento del PIB.

Nuestro caudal cultural, nuestro estilo de vida que tanto amamos y queremos preservar, fruto, entre otros, de la llegada de muchos afluentes llegados de Asia, África y el Nuevo Mundo, está ahora estancado por las barreras, vallas, espinos y cuchillas que no permiten la llegada de portadores de otras culturas. Y fruto de este narcisismo, el primitivo sentimiento tribal se apodera de países y regiones europeos preocupados sólo por el «nosotros»: «Inglaterra para los ingleses», «Francia para los franceses», «Hungría para los húngaros», «Cataluña para los catalanes». Europa, en su miopía, parece bloquear la llegada de nuevas aguas que la puedan enriquecer, y por miedo, por egoísmo o por pereza, no deja que sus aguas fluyan hacia el futuro.

* Profesor