Como es frecuente en el deturpado panorama cultural de la España hodierna, uno de los libros más salientes de nuestra historiografía contemporánea -’Alfonso XIII, hombre de negocios’- (Madrid, 1986) del catedrático vitoriano Guillermo Cortázar- estuvo lejos de encontrar en la hora de su publicación el eco y la irradiación merecidos por su buido análisis y robusta documentación. Contra la extendida leyenda política que hacía del abuelo de D. Juan Carlos I una personalidad aurívora, atraída convulsivamente por el lucro y la ganancia, el historiador vasco dejó bien claro en su obra la honestidad de Alfonso XIII, el Africano, en su inmersión en el mundo de los negocios, así como su patriotismo en algunas de sus principales actuaciones, como la resuelta apuesta por la construcción del metro madrileño, uno de los factores determinantes de la sobresaliente modernización de la capital de la nación operada en el primer tercio de la centuria pasada. Comprensiblemente en un país hiperpolitizado como fue la España de la Segunda República, el «relato» histórico legitimador de su advenimiento y trayectoria estribó, en gran medida, en la crítica implacable del reinado que la antecediera. En tal dimensión, las posibles corruptelas y mohatras atribuidas por sus enemigos a Alfonso XIII constituían un material inflamable contra el «antiguo régimen» y un brulote con el mayor impacto en su trayectoria.

Llevado el tema a las Cortes unicamerales de la República, su discusión parlamentaria, con el conde de Romanones como abogado regio, fue una de las más resonantes entre las no pocas de altos vuelos desplegadas en una de las horas culminantes de la oratoria parlamentaria hispana, tan descollante antaño y hoy vestida con andrajos. La defensa del controvertido conde (el mismo estudioso G. Gortázar está a punto de dar a la luz una monumental biografía sobre el prohombre de la Restauración) fue tan certera que el asunto quedó visto para el tribunal de Clío, que encontró en el susomentado historiador el más acribioso de los jueces.

La acusación contra la dolosa conducta del llamado Rey Emérito se encuentra hoy expresada por no pocos medios informativos y en una muy extensa área de la opinión pública. El tema está, pues, todavía ‘in fieri’, sin que pueda esperarse por el momento ningún juicio concluyente. Afortunadamente, «hay jueces en Berlín», como confiaba el humilde campesino alemán en su disputa contra el gran rey Federico II (1740-86). Entretanto, como es obvio, el repaso de nuestro pasado más reciente será muy provechoso; y la lectura las páginas del libro mencionado en el principio del artículo proporcionará una muy fruitiva y sólida introducción.