La vida y la muerte siempre caminan parejas. Las cremalleras, incluidas las de las bolsas mortuorias, son acaso el mejor símil para representar la replicación genética. En una célula, los fragmentos de Okazaki son esos minúsculos eslabones que en su deslizamiento ayudan a conformar el ADN. Hace unos días, hemos tenido noticias de un descubrimiento que puede resultar revolucionario. El científico David Liu ha presentado una nueva técnica para tratar un altísimo porcentaje de enfermedades, extrayendo la secuencia defectuosa en las primeras fases de la replicación celular. Si se confirman estas esperanzadoras expectativas, estaríamos a un paso más en esa quimérica pretensión de la especie humana de acercarse a la inmortalidad. Nos quedaría mucho para alcanzar a Matusalem, y sus 969 bíblicos años, pero mientras tanto, podemos entretenernos con un sofisma bizantino ¿Es más democrática la muerte o la vida?

Porque si vivir eternamente es el sueño de casi todo hijo de vecino, más lo es para quien desde el poder ejerce la satrapía. Una visión sarcástica y perogrullesca de la Historia apuntaría a que la Humanidad hubiese conocido menos tiranos si estos hubiesen vivido más, sobre todo aquellos destinados a entregar los oropeles, no el campo de batalla, sino en la cama. La muerte puede ser más democrática porque la catarsis de la opresión empuja a muchos pueblos oprimidos a bailar sobre la tumba del dictador, en algunos casos incluso literalmente. También es cierto que quien es sátrapa para algunos, puede ser idolatrado por sus incondicionales, sin importarles si el carisma o la adulación se ha granjeado con sangre. De ahí que ante el resquemor de los desquites, o una desbocada exaltación del mito, lo mejor es esconder en los siglos y en la memoria la sepultura. Es la lógica que han aplicado los americanos en el polvorín mesopotámico, primero con Sadam Hussein; luego con Bin Laden, y ahora con Al Badgadi, cuya aniquilación ha sido celebrada por el presidente de los Estados Unidos con ese histrionismo chabacano que lo caracteriza. La gran paradoja es que esos cadáveres capados de peregrinaciones pueden acrecentar otras suertes de mitos, como si algún día algún sucedáneo de arqueólogo quiera emular esas tumbas imposibles con la búsqueda de los restos de Alejandro Magno.

¿Se ha cerrado un ciclo con el traslado de los restos de Franco? Se ha cerrado el rebufo institucional y la pompa de morar en un templo que, siempre lo he dicho, siempre tuvo olor a naftalina y que nunca será para los que perdimos la guerra un Memorial para todas las víctimas ni, por tanto, un aldabón para la concordia. Quizá, como dijo Maruja Torres, al Valle de los Caídos habría que haberlo dejado que lo sepultase la hiedra, para que otros arqueólogos comprobasen que en nada merecía con una pirámide maya, aunque en ese recinto también se sacrificaron corazones de otra manera.

Este episodio ha acarreado una segunda paradoja, la democratización de la vulgarización de aquel dictador que entraba a las catedrales bajo palio. No es que la que fuera la familia más poderosa del Reino coja un cubo de zinc para limpiar la lápida de su allegado, pero deambulará por pasillos comunes con aquellos finados que acaso pudieron progresar con los polos de desarrollo, pero que durante cuarenta años tuvieron su libertad cercenada. La presumible altura de miras de una decisión histórica queda esclerotizada por su tufo electoralista, el mismo que jalea a la nostalgia retrógrada y flirtea con un frentismo que creíamos superado. Otros países se enfrentan a los populismos. Parece que no teníamos bastante con estos incendiarios nacionalismos para jalear viejos fantasmas. Y encima nos enorgullecemos de nuestros grandes entierros. No tenemos remedio.

* Abogado