En la Córdoba del primer tercio del siglo XX, entre otras personalidades, destaca José Sánchez Guerra, diputado por el distrito de Cabra, ministro, presidente del Gobierno y presidente del Congreso. Su hijo Rafael, periodista de profesión, fue diputado por Huesca en 1923, participó en la conspiración dirigida por su padre contra la dictadura de Primo, se vinculó al republicanismo de la mano de Niceto Alcalá-Zamora, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid en abril de 1931, y ocupó cargos relevantes como la secretaría general de la Presidencia de la República, tras la elección para ese cargo de Alcalá-Zamora. Pasó la guerra en Madrid, donde se mantuvo hasta el final junto al socialista Julián Besteiro. Al final del conflicto bélico fue encarcelado, juzgado en un Consejo de guerra y condenado a «reclusión perpetua», pena que le sería conmutada. Fue entonces cuando decidió exiliarse a Francia, hasta que a la muerte de su esposa ingresó en un convento de la localidad navarra de Villava, donde fallecería en 1964. Fue autor de varias obras, una dedicada al movimiento antidictatorial protagonizado por su padre en Valencia en 1929, otras sobre la coyuntura de 1930-31, y algunas, como la dedicada a sus nietos o a su experiencia en el convento, de carácter memorialístico. Entre estas últimas destaca la publicada en Argentina en 1946: Mis prisiones. Al año siguiente aparecería una edición en francés con el mismo título, pero subtitulada Mémoires d’un ‘rouge’, y que sin duda se utiliza porque en uno de los primeros capítulos él asume esa condición de «rojo». En esa obra narra su experiencia carcelaria, desde su ingreso en la prisión de Porlier, hasta su traslado al Puerto de Santa María.

En ese itinerario hay un lugar para Córdoba, a donde llegó en enero de 1940. Recuerda que estas tierras eran las de su niñez, porque eran las de origen de su padre, y aquí conservaba muchas amistades. El lugar en el que fue encarcelado, la prisión provincial de entonces, era el Alcázar, al cual le reconoce su importancia histórica, pero también que no reunía las condiciones para albergar prisioneros. A su llegada fue encarcelado junto a otros presos que, como él, eran transeúntes. A la mañana siguiente fue a buscarlo el exdiputado radical Ramón Carreras Pons, profesor de la Escuela Normal, quien le explicó que la de Córdoba era una prisión caracterizada por un régimen de «aire libre», es decir, los presos estaban obligados a permanecer más de nueve horas seguidas en el patio, a donde salían tras el primer recuento y «allí se les servía el rancho de las doce y media, allí seguían hasta después del toque de oración y allí tenían que estar sentados en el suelo, o paseando para no morirse de frío». En esa situación se encontraban entonces unos mil quinientos presos, y en ese apartado reflexiona acerca de lo que ocurriría en España en el día en que todos cuantos estaban oprimidos pudieran tomarse el desquite, pues entonces algunos iban a pasar «por momento muy desagradables y muy críticos». Su estancia cordobesa fue breve, pues al día siguiente salió en dirección al Puerto de Santa María, aunque con la fortuna de verse acompañado de su mujer, y por supuesto de una pareja de la Guardia Civil. Comenta también que en la estación del ferrocarril acudieron a despedirlo «cariñosamente» varios familiares.

A lo largo de la obra hay varias referencias a Córdoba, y a cordobeses (uno de ellos egabrense), pero son solo cuatro páginas las dedicadas a su prisión en esta ciudad. Lo recordé al ver la semana pasada que se celebraban unas jornadas dedicadas a la historia del Alcázar, sin duda interesante por su pasado, pero que también lleva asociada, desde una perspectiva social, otra historia, tan negra como la que en muy pocos párrafos nos relató Rafael Sánchez Guerra.

* Historiador