Uno se dedica a unos menesteres muy distintos a los del loable ejercicio de ponerse la toga. Sin embargo, en el fragor de estos días intensos, mi memoria desempolva algunos viejos apuntes de la Facultad. Y ahí está Kelsen, sin saber muy bien si el propulsor de la Teoría pura del Derecho exacerba o amaina los ánimos. Hans Kelsen separa el derecho de la moral («la validez de un orden jurídico positivo es independiente de su correspondencia o no correspondencia con cierto sistema moral»). Para Kelsen, es inaceptable una justificación del derecho por parte de la moral, ya que no existe una moral absoluta. Por ello, para este jurista austriaco, la ciencia jurídica solo tiene que conocer y describir el derecho y no justificarlo ni con una moral absoluta ni con una moral relativa.

Dicho esto, y en el contexto de indignación causado por la sentencia de La Manada, brota furibunda la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, criterio esencial de interpretación de las normas. Este argumentario del Código Civil es otra pica contra la judicatura, del que Kelsen se mostraría como su paladín. Pero ahí está la gran falacia en la que no debemos incurrir, esta deriva que comienza a zarandear a jueces y magistrados y convierte a Kelsen en un peligroso retrógrado. Nada más lejos de la realidad: Kelsen tuvo que huir de la epidemia del nazismo, y pergeñó la creación de un Tribunal Constitucional, cuyos miembros no proviniesen necesariamente del poder judicial. Y este Tercer Poder es el que se está echando encima las andas del Estado de Derecho, más aún en algunos escenarios --llámese la cuestión catalana-- donde el Poder Ejecutivo ha hecho bochornosamente mutis por el foro.

Entendemos que el clamor popular articularía pedorretas kelsenianas, asociando esta aparente asepsia de la norma jurídica con el escapismo de estos cabestros, tipos que se merecen todo el desprecio, y donde la moral y el derecho pueden ir a escote. Si el diablo se cuela en los pequeños detalles, también es cierto que el machismo puede estar bien cosido en las puñetas de algunos jueces. La indefensión se combate con el sistema de apelaciones y, cómo no, con movilizaciones, siempre que no se desvíe el objeto de la ira, vayamos a convertir a este quinteto de capullos en unos emulitos de Barrabás.

Este mayo que ahora comienza tiene las reminiscencias del mayo francés, concurrencia nostálgica que sirve para encaramar asignaturas pendientes. La igualdad de género también se alcanza capando prevalencias, el orden punitivo frente a los que ejercen un miedo reverencial, donde la víctima acaso encuentre en la violación el único asidero frente a la muerte. Hay que achicar los conductos de la violencia, y plantarse en las rendijas del consentimiento.

La convulsión por este fallo de la Audiencia Provincial navarra ha alcanzado al Gobierno. Al contrario de la exasperante parsimonia que se presenta como muestra de la casa, en esta ocasión ha agilizado los trámites para una reforma legislativa donde el abuso no sea un lastre para la tipificación de la agresión sexual. Esta dinámica arranca a priori con un amplio consenso parlamentario, pero desprende cierto tufo de aquel «marchemos todos juntos, y yo el primero, por la senda constitucional»... Parecido soniquete al que llevaba hasta hace un par de semanas a proclamar que no había dinero para la subida de las pensiones, y ahora se produce el milagro de los panes y los salmonetes vascos. Las prisas como malas consejeras, la antinomia de ese Eric Clapton de la política que nunca tocó la guitarra.

* Abogado