Periódicamente, interesadamente o no, el tema de las pensiones salta a la opinión pública. Y lo hará con más asiduidad a medida que el número de pensionistas vaya creciendo en porcentaje de la población total y se vayan incorporando a las redes sociales. Las pensiones, como la igualdad entre hombres y mujeres o como el medioambiente, son temas sociales de primer nivel que han llegado a la agenda política para quedarse.

El problema de las pensiones es un problema de formulación simple: la cuantía individual de las pensiones, especialmente de las más bajas, es muy pequeña en comparación con los estándares necesarios para mantener un nivel adquisitivo equiparable al salarial, por lo que, aunque un pensionista tenga una reducción de sus necesidades de consumo, la pensión es baja. Desde un punto de vista macroeconómico, el problema es que, dado el volumen de pensionistas (y su crecimiento) y la forma de financiación de las pensiones, no habrá bastante dinero para pagarlas ni, desde luego, para aumentarlas, pues se podría colapsar la economía (y si no, que se lo pregunten a los griegos). El problema de las pensiones es, pues, un problema de suficiencia y de sostenibilidad. O lo que es lo mismo, un problema de gasto público y de financiación. Y, al tiempo, un problema de distribución.

Para resolverlo, hay tres soluciones, con sus respectivas variantes: ahorrar más, parchear el sistema o reformar el sistema.

La primera, propuesta últimamente por el gobernador del Banco de España (¡qué decadencia intelectual desde los tiempos de Luis Angel Rojo!), es la de que se «ahorre más», una suerte de solución «a la chilena». Pero eso, a estas alturas del problema, no sirve. Eso debió ser parte de la solución hace veinte años. Y no lo es porque estamos en fase de regresión demográfica y no tenemos, como los chilenos, activos públicos (los derechos de explotación del cobre) que doten de capital suficiente al sistema. Para poder pensar en un sistema así, el sector público tendría que poder ahorrar casi un 10% del PIB anual, lo que no es el caso con un déficit del 3%, y ni siquiera lo hicimos en los mejores años.

La segunda solución es lo que se ha intentado en las últimas reformas: parchear el sistema conteniendo el crecimiento de las pensiones, esperando que la financiación aumente por la mejora del mercado laboral. El problema es que contener el gasto para resolver el problema de sostenibilidad, ante el crecimiento del número de pensionistas, supone congelar las pensiones generando un problema de suficiencia y distribución. Y resolver el problema aumentando las cotizaciones es absurdo porque las cotizaciones, un impuesto decimonónico indirecto sobre el factor trabajo, generan paro y ocultación de rentas. Fijar la esperanza de sostenibilidad y suficiencia en la mejora de la productividad (subidas salariales) y en la reducción de la tasa de paro es hacer recurrente el problema.

La tercera solución es reformar profundamente el sistema (como lo hicieron los daneses, los alemanes, ¡hasta los italianos!). Para ello, lo primero es considerar a las pensiones como un gasto esencial del estado del Bienestar (artículo 50 de nuestra Constitución). A continuación, establecer tres niveles de pensiones: un nivel básico igual para toda la ciudadanía, se haya cotizado o no, evitando que nadie pueda caer en la vulnerabilidad por razones de edad; un segundo nivel, según lo cotizado en toda la vida laboral; y un tercer nivel, según lo ahorrado privadamente. Para evitar las disparidades de rentas por pensión, el IRPF es un buen mecanismo de igualación. El tramo primero se actualizaría según el IPC y el segundo, según una fórmula de sostenibilidad. El tercero se actualiza automáticamente.

Para hacer sostenible el sistema, habría que reformular las prioridades de gasto público y cambiar la financiación de cotizaciones sociales a impuestos. Pero esos aspectos y sus consecuencias sobre la economía española serán objeto de un artículo posterior. Porque de pensiones hay mucho que hablar.

* Profesor de Política económica. Universidad Loyola Andalucía