No sé si ya lo he contado. Se dice que Diógenes el Cínico, hace ahora unos 2300 años, regalaba performances de masturbación en la plaza pública. Hoy lo habrían crucificado por exhibicionismo mientras, en sus días, la mayor parte del público pasaba de largo, o hacía una pausa para mirar y admirar, curioso. Algunos, incluso, lo ovacionaban. Nadie, tonto es decirlo, grababa con el móvil. Quería demostrar el filósofo, imagino, la inocuidad del hecho en sí. Un detallito por su parte, compendio de toda su filosofía. Y es que en el fondo y en la superficie es eso: un señor practicando lo que todos los hombres hacemos o hemos hecho en la intimidad. Cosa distinta y-legal, prueba de la mojigatoparanoia gobernante en nuestra época, sería utilizar la misma plaza para cepillarse los dientes o rascarse el culo. Pero dejadme trasladar la posible, loca controversia al pringoso terreno de los símbolos. Hablemos de la bandera. ¿Se puede quemar en privado? Quizir: ¿no es más insultante comprarla en un chino y dejar que se pudra, parda y raída, en el balcón de tu barrio obrero, de tu chalet o chabola? Si nos ceñimos a los hechos, limpios de moralina y mojigatería, admitiremos que un exhibicionista quemabanderas, en términos de daños materiales reales, resulta inofensivo para España en comparación con un patrioto bien tapado, con su bandera del chino inmejorablemente puerca, bien instruido en cohecho, falsedad documental y malversación: ya sabéis, el popular modus operandi de tantos y tantas aspirantas, que solo se hace público en escenarios preelectorales, cuando alguien da la orden. «Pero ¡qué queréis? ¿No será más caro y obsceno un ex político, otra investidura, otra persecución, un militar fetichista simbolista en la reserva? A fin de cuentas, el paño del chino se quema previo pago de IVA». Esta sería hoy la ingenua reflexión del sabio Diógenes en la esquizoide coyuntura que nos toca.

*Escritor