Durante la promoción de mi última novela en una televisión local granadina, me quedé gratamente sorprendido al saber que en ese mismo plató fue entrevistado George R.R. Martin. Claro está que eso fue antes de que HBO olisquease el tirón comercial de la Canción de Hielo y Fuego, y que sus productores confiasen en el tirón universal de las emulaciones del medievo. El resultado, ya lo saben: En España hay 484 niñas que se llaman Khaleesi, amén de más de 200 Aryas. Pero siempre queda el regusto de quien da primero.

Afortunadamente, los libros no poseen válvulas antirretorno. Ello permite un flujo continuo de vivencias, y una relectura según los tiempos históricos y los ánimos. Dejando a un lado las bobadas del presentismo, una de las pequeñas satisfacciones de este tiempo dramático ha sido comprobar que, en Francia, el libro más leído durante la pandemia ha sido La Peste, una de mis obras de cabecera. Como podría decirse en estos casos, Camus en estado puro. El doctor Rieux como el arquetipo de todos los sanitarios; que combate los bubones y las flaquezas del hombre en una ciudad cerrada. Orán era en ese 47 en el que la escribió la supuración de la II Guerra Mundial. Pero también los tambores no tan lejanos de la descolonización; la borbollante caldera de la independencia argelina y la consiguiente inquietud de los Pied Noirs; Orán también el café de Rick del sindicalismo español, así como la revuelta positiva del existencialismo, frente al nihilismo de Sartre. Porque encuentro más humanismo en una sola página de La Peste que en toda una antología de autores de autoayuda.

Inglaterra aún no ha dado el paso de reciprocidad respecto a nuestra autorización de entrada a los súbditos británicos. Aparte de obligarles a leer La peste durante el vuelo, otra de las medidas literarias para favorecer la seguridad y el intercambio comercial es mentar a Robert Graves. Porque si Mallorca construyese un segundo aeropuerto, yo propondría que llevase el nombre del autor de Yo, Claudio. Se dice que los mejores hispanistas provienen de la Pérfida Albión. Pero tampoco se queda atrás esa cantera para zarandear el Mundo Clásico. Pudiera ser un homenaje hacia Roma, el único pueblo que los colonizó -lo de los normandos, simplemente fue un avasallamiento-. O un mecanismo compensatorio por esa avidez de belleza que comenzó con la inmolación de lord Byron en tierras helenas, y el damero de posesiones en el Mediterráneo. El extremo más rocambolesco sería plantear que el propio Graves, o Mary Beard militaron en el MI6 para contrarrestar la enésima petición de devolución de los frisos del Partenón.

Ahora estoy en una lectura postergada demasiado tiempo. Graves escribió El Vellocino de Oro en 1944. Había regresado a Inglaterra, huyendo de la guerra civil española. Pero Mallorca estaba ahí: era el santuario de la Diosa Blanca. Las Baleares eran el territorio de los hombres cabra y el último santuario de la Triple Diosa, cuando Zeus había impuesto en el Olimpo la tiranía de la masculinización. Leer las aventuras de Jasón y todos los argonautas en su periplo hacia la Cólquida es memorar la quintaesencia de los riesgos y la gloria del esfuerzo común, todo un guiño a estos tiempos de pandemia. Y memorar ese Mare Nostrum fresco y antiguo, que también se asocia a los calafates de las barcas de mi niñez. El objetivo de la hazaña es ese mismo toisón de oro, máximo galardón de la Corona española. Físicamente, la Hélade puede estar más lejos en estos tiempos encogidos. Pero siempre será nuestro el mar de los argonautas.

* Abogado