Si como dice Nietzsche la vida sin música es un error, yo no lo he cometido, pues en mi vida desde muy pronto la música estuvo presente. Me recuerdo, con ternura y con nostalgia a mis diez años disfrutando con la preciosa gramola La Voz de su amo, de mis padres a la que tuve acceso desde siempre. Por la reiteración en los discos, me aprendí de memoria la Quinta sinfonía de Beethoven, la polonesa número 6 en la mayor de Chopín y El capricho español de Rimsky Korsakov y algunos otros; de zarzuela muchísimas.

Evitando el derroche había que cuidar las agujas, siempre obviando que por muy gastadas pudieran perjudicar a los discos. Y dar cuerda con una manivela de rato en rato.

Para limpiar los discos usaba un cepillo redondo y suave, con una almohadilla verde billar, que tenía el sello del perro y el altavoz de la marca.

Entre aquellos discos había algunos de cante flamenco, arte en el que destacaban Pepe Marchena y Vallejo.

La radio ruidosa y tosedora solo se usaba para escuchar el parte, las noticias; muy a escondidas Radio Pirenaica, que hablaba de una España que en nada se parecía a la relatada por la prensa del movimiento, que nos quería convencer de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles.

De los discos pasamos a los casetes, cuyas cintas había que atirantar usando un bolígrafo como eje.

En cualquier casa en que hayan vivido melómanos hay multitud de muebles y enseres para guardar ordenados los casetes: maletines, pequeñas estanterías, etc., olvidados por los armarios y rincones.

Se hablaba con temor de la pronta caducidad de los casetes, pero quienes tenemos alma de coleccionistas los guardamos, recibiendo las chanzas y los resoplidos de nuestros familiares.

A los casetes sucedieron los CD que ocuparon nuestros rincones íntimos con los archivadores inclinados en que se insertaban los estuches de los CD.

Radio Nacional clásica funcionaba veinticuatro horas, pero dedicaba demasiado tiempo a las palabras; por esto no nos satisfacía del todo.

Supimos que la Radio Nacional suiza emitía música clásica sin interrupción, pero no se podía sintonizar; solo se podía acceder a ella por internet.

Desde la gramola hasta Radio Nacional clásica se había avanzado un mundo, pero lo mejor estaba por llegar: Spotify.

Nos permite localizar cualquier clase de música que nos apetezca escuchar, y lo bueno es que conoce y sigue nuestros gustos. Porque cuando acaba la música que hemos elegido y hemos pulsado la función aleatoria la música no cesa, sino que continua muy en la línea de nuestros gustos o al menos de nuestras últimas elecciones. Y si se nos presentan dudas sobre qué estamos escuchando, si es la tercera o es la octava, echamos una mirada a la tableta y ayudamos a la memoria infaliblemente; salimos de dudas. No es Mi país, es Moldava.

He llegado a ser en poco tiempo inseparable de Spotify. Lo conecto al acostarme y lo dejo toda la noche. Solo lo silencio si una música demasiado rítmica o cortante dificulta mi sueño.

Y no por mucho tiempo, porque en la siguiente visita al cuarto de baño repongo el sonido.

Otra consideración: los bafles. Los míos, los que tengo instalados en mi dormitorio, que es mi sala de música, sobre el armario, son muy buenos pero son enormes. Veo con asombro entre la gente joven de mi familia cómo seleccionan la música que quieren escuchar en el móvil y cómo la oyen a todo volumen en bafles del tamaño de un botellín de coca cola o menor.

Y es que le técnica, como las ciencias, avanza una barbaridad.

Estoy seguro de que en lo que me queda de vida, que forzosamente no puede ser mucho, habré de disfrutar todavía bastante de este aumento, de esta sucesión, de ventajas que la técnica constantemente ofrece a la música.

* Escritor, académico, jurista