N o siempre tuve una imagen del dinero tan decepcionante, torva y negativa, como en estos días últimos. He de reconocer que vivo un momento en que desconfío de todo. Mi fe en este mundo yace derrumbada. Si ayer, hace décadas, pensaba que el dinero podía germinar entre las personas limpias, hoy creo, sin embargo, que es un escorpión maldito que inocula su vértigo turbio en las entrañas de los codiciosos, corruptos y miserables que, en muchísimos casos, ostentan el poder sin mirar un segundo qué ocurre alrededor. Es verdad que, al principio, durante mi niñez, mi opinión del asunto era ingenua en su raíz, más bonancible y cálida que es hoy, pues aún ignoraba el valor del vil metal en la sociedad egoísta que habitamos. En los días de mi infancia el mundo era más puro, o por lo menos yo así lo percibía. Para mí en ese tiempo el dinero poseía un sonido metálico y dulce, cristalino, y una textura casi musical cada vez que caían monedas sudorosas, entrechocando unas con las otras, en el cajón de la tienda de tejidos que, por entonces, mi padre regentaba con una pasión deliciosa, recta, amable, que en ningún momento vi desfallecer. El dinero era sobrio, cálido, sencillo, como la gente del barrio en que vivía y yo lo relacionaba con conceptos tan esenciales y puros como el brío, la entrega, el esfuerzo, el sacrificio y el sudor. Las monedas pequeñas (de dos o diez reales) eran la breve riqueza de los pobres, el tesoro minúsculo de los desposeídos y la gente olvidada en aquel pequeño hábitat alimentado -el barrio en que nací- por la ternura y la fraternidad afable y genuina de todos los vecinos, a pesar de la bruma esencial de la posguerra y la vitalicia huella del rencor que el conflicto civil, aún reciente, había dejado flotando en el aire y cada esquina de esa España que hoy algunos añoran, quizá inconscientemente, apelando a una extraña sentimentalidad.

Aquel universo rural, hoy tan lejano, era quebradizo, errático y volátil como la desvaída cal de una pared abandonada a la furia del otoño. Sí, es verdad que había mucho dolor, mucha pobreza, mucha necesidad, y, sin embargo, no todo era gris. Las monedas de entonces, pequeñas allí, en mi barrio (los billetes de mil pesetas escaseaban), pasaban de mano en mano sin codicia, impregnadas por la telúrica piedad que flotaba en la sombra ocrácea de las calles y en la tibia alegría, tímida y ecuánime, de quien se conforma con respirar la luz cenizosa del frío en las esquinas de diciembre aguantando el olvido, la ausencia y la escasez. A pesar del silencio, los miedos, y la pobreza, los remiendos y el frío, el dinero era sagrado. La gente lo conseguía honradamente guardando ovejas, cavando un huerto, arando, o emigrando a Alemania dejando el pueblo atrás con un hueco de musgo abierto en su interior. Nadie engañaba a nadie, ni robaba: los ladrones estaban mal vistos en un espacio arañado por la ignorancia y la escasez. No obstante, aquella visión casi poética del dinero trenzado a un sonido fraternal en mí comenzó a deformarse lentamente a raíz de empezar a ir perdiendo la inocencia que cubría mi espíritu durante aquellos años paradójicamente lluviosos, toscos y húmedos, pero al mismo tiempo azules, luminosos en muchos rincones del sitio en que viví. El dinero metálico, o incluso el de papel, era obtenido a base de sudor y entrega a una lucha con la Naturaleza en muchos momentos fiera, arisca, hostil. Hoy, cuando oigo decir que en un futuro, demasiado inminente, ya no existirán monedas, ni tampoco billetes, y para realizar las compras deberemos hacer uso diario de internet, recuerdo aquel mundo puro y esencial, regido por leyes telúricas y sagradas que los vecinos aceptaban con agrado. A quienes venimos de esa cultura arcana, campesina y rural, nos cuesta asimilar que de aquí a pocos años no habrá dinero físico y las monedas habrán caído al fango de un olvido patético abonado por las élites financieras y políticas, las que nos manipulan gobernando este mundo deshumanizado donde triunfan los yuppies, los trepas y los sátrapas, quienes tejen los hilos de la corrupción. Estamos inmersos en una sociedad patética donde el viejo dinero ha perdido su sonido diamantino y sagrado de esfuerzo y sacrificio, de honradez, ilusión y empatía fraternal. La señal inequívoca de que nos hallamos dentro de un espacio social inhumano, absurdo y cruel, es que quienes más sufren, los más desprotegidos, cuando llega la hora dan su apoyo a los corruptos, a quienes les mienten y roban ese dinero que antaño tenía un sonido cristalino y hoy suena a delito, mentira e indignidad.

* Escritor