La reciente contemplación en las primeras páginas de casi todos los diarios españoles de ámbito nacional de una risueña fotografía del Excmo. Sr. Ministro de Universidades en su primera comparecencia en la Cámara Alta de las Cortes Españolas sumió al anciano cronista en una hondonera de frustración y desencanto. Ataviado con una impoluta camiseta en la que campaba un lema británico estampado en la lengua de Shakespeare, dominada envidiablemente por el reputado sociólogo albaceteño D. Manuel Castells, este defendió ante el público senatorial parte de su programa, todavía inédito en su práctica totalidad.

Obviamente, y aunque las apariencias a las veces engañan, tan estudiada indumentaria constituía por sí misma un grito de combate en línea con los eslóganes y proclamas de la revolución estudiantil del mayo francés de 1968, cuya mitología informara los primeros pasos de la carrera seguida por el actual responsable de una cartera gubernamental de cualificación primordial para el futuro del país, envuelto hodierno en incertidumbres e incógnitas como en muy pocas ocasiones aconteciera en nuestra historia contemporánea, repleta de pesarosas torceduras y acezante siempre de logros y conquistas. Nada por ello más ansiado por el articulista que fracasar en sus augurios pesimistas cara al rumbo inmediato de nuestra Alma Mater, la institución a la que casi ad integrum consagrara su existencia.

Una llamada telefónica casi simultánea con la estupefacta contemplación de la imagen del Dr. Castells en su antecitada presencia en el Senado atenuó, no obstante, la impresión desoladora que aquella provocase en su ánimo. Una servidora ejemplar del eficaz cuerpo administrativo de una modesta Universidad provinciana le hacía saber mediante ella su marcha anticipada de la tarea en que trascurriese la mayor parte de una vida en todo admirable. El clima depresivo en que han envuelto la trayectoria de la nación las andanzas y desventuras de la pandemia del corona virus, la había abocado a solicitar su jubilación de la labor que, impecablemente, desempeñase a lo largo de casi medio siglo en la Secretaría de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad apuntada más arriba. Su resuelta negativa a recibir cualquier clase de homenaje o distinción provocó en el abajo firmante un sentimiento ambiguo y algo complejo. El pesar por su marcha y su inflexible renuncia a cualquier reconocimiento oficial quedaba un tanto contrarrestado por la conducta, infrecuente en nuestra sociedad de la «visibilidad», de oposición frontal a toda suerte de exaltación o notabilidad personales. Con ello, Mª P. L.E. rendía un postrer y muy saliente servicio no solo a la Universidad a la que dedicase una entrega por entero enaltecedora en su trabajo cuotidiano, sino igualmente a la sociedad española, tan necesitada hoy de «hazañas» cívicas de tal calibre y dimensión.

Con hombres y mujeres de tal estatura el porvenir de nuestro viejo país no puede menos de proseguir adverado por rutas de superaciones y ejemplos como el protagonizado día a día -algún decano hubo que no respetaba ni las fechas festivas...- por tan magnificente miembro de un cuerpo administrativo de idéntica andadura luminosa en un Alma Mater sobreviviente gracias a sus funcionarios a toda índole de envites y tormentas. Como también lo será -apostemos por ello sin vacilar- en la etapa que estas semanas se inaugura bajo el nuevo dios Augusto de la Sociología yanqui...