Tirando de alambicados estereotipos, siempre nos acordamos del medievo para aliviar la incertidumbre. Ni toda la luz pertenece al Renacimiento, ni los siglos medievales acaparan el oscurantismo. Pero este año tan cabalístico que estamos viviendo reúne todos los ingredientes para dar pábulo a los emuladores de Dan Brown.

Mal presagio ha traído el año de la Rata. Se dice que por la caridad entra la peste. Y este comunismo ultra consumista que han patentado los hijos de Mao ha conocido su tormenta perfecta: la irrupción del coronavirus en la masiva migración de la población china cada vez que festeja su año nuevo. La rata es el estigma de los bubones de la peste, la que hermana las llagas de San Roque con el Orán en cuarentena que fabuló Albert Camus. El coronavirus llega con la perversa lírica de los tiempos del colera, transitando entre don Carnal y doña Cuaresma para recuperar en la era de la digitalización la antigua liturgia de este tránsito mundo.

El miedo ha pasado de China a Italia, cual si Marco Polo hubiese escrito el reverso tenebroso del Libro de las Maravillas. Y en Venecia se han clausurado sus distinguidos carnavales, precisamente cuando las máscaras picudas venían macabramente a conciliar la diversión con su origen, el antifaz prominente que alejaba a los médicos de los contagiados. Las pandemias se asocian con los hacinamientos, con las calles tapiadas. También con el vacío, pues en nuestro entorno no hay mayor quebradura de la normalidad que achacarle a un virus la suspensión de un partido de fútbol. Ahora toca la constricción del relajo, pues después de habernos embadurnado con el antiséptico de la gripe aviar; de haber conmemorado con cirugía historicista el centenario de la gripe española, nos creíamos libres de pecado. Muchos bachilleres se van a perder el sueño del Gran Tour, haciéndose un selfie sosteniendo hercúleamente la torre de Pisa, o mezclando en Florencia su adolescencia con el mal de Stendhal. Uno cree que se ha reaccionado tarde, pero no tan mal. Porque la globalización también es la empírica manifestación de nuestras pequeñeces, y los mohínos secretos de Estados se vuelven irrelevantes cuando hacen falta anticuerpos en las camas hospitalarias de Shangai, Turín o Teherán. Para todos los que querían un muro, o la introversión del nacionalismo, ahí lo tienen. Salvo que prime la cooperación y la cordura. La máscara y la mascarilla. Nunca un nombre y su diminutivo habían estado tan distantes. Después de todo, la máscara es el anonimato, la lúbrica colectivización de la realidad. La mascarilla, por el bien común, es la preservación de la individualidad. No nos dejan volver al medievo. Un excéntrico norteamericano acaba de fallecer tras subir a su propio cohete para intentar demostrar que la Tierra es plana. Prefiero las mascarillas a las mascaradas.

* Abogado