Para reflexionar, sin el menor fanatismo y la mayor objetividad, sobre la situación política andaluza, es necesario comenzar recordando los resultados electorales. El PSOE volvió a ganar con el 27,95% de los votos y una pérdida de 14 escaños. El PP siguió siendo la segunda fuerza y obtuvo el 20,73% de los votos con una disminución de 7 escaños. Ciudadanos, tercer partido más votado, logró el 18,27% de los sufragios, ganando 12 escaños. Las cifras de la abstención, sumadas a los votos en blanco, se dispararon, como nunca había sucedido antes, hasta el 42,90%.

Como viene siendo costumbre, la misma noche de los comicios, apenas concluido el escrutinio, los partidos se lanzaron a interpretar la voluntad de los votantes, concibiendo y expresando su significado de una manera particular e interesada.

La primera reacción de quienes contemplaban la posibilidad de presidir la región, fue que la soberanía popular había votado el cambio de gobierno. Un deseo de alternancia que, en sana teoría democrática, es un acierto, aunque, en la práctica, ningún dato avalase la interpretación --a nuestro entender incorrecta--, de que los votantes querían que la Junta estuviese presidida por el partido que había perdido la friolera de 7 escaños y que necesitaría los votos de la extrema derecha. Esos ultras que llevaban unidos, casi hipostáticamente, al conservadurismo, tantos años como los socialistas gobernando Andalucía.

Otra interpretación de la voluntad de los andaluces, que estimamos más razonable, era que los electores habían castigado drásticamente a los partidos de la Gürtel y los ERE y, en buena lógica, ni el PSOE debería seguir gobernando ni el PP sustituyéndolo, porque eran causantes de dos corrupciones desiguales en su contenido pero idénticas en el daño al sistema. Idea que colocaba en el mejor posicionamiento a Ciudadanos, formación ganadora de 12 escaños, que alardeó siempre de ser intolerante con la corrupción, no comulgar con la ultraderecha que resurge en la Unión Europea y, mucho menos, aliarse con ella para formar una derecha trilliza que es repudiada, como se ha sabido, hasta por los compañeros europeos de Cs, los cuales le han recordado, a la vista de su conducta andaluza, que el francés Sarkozy, antes de recibir el apoyo que le ofrecía Le Pen, prefirió que gobernase Hollande.

También pueden interpretarse los resultados electorales andaluces como el deseo de que concluyan las puñaladas traperas que desembocan en la palingenesia de las dos Españas, la dialéctica de la confrontación sistemática y esa manera de hacer política en la que el ruido es más que las nueces. Para eso, los partidos menos extremosos deberían concertarse, como acaban de hacer en la República Federal Alemana los democratacristianos y los socialdemócratas.

Pero, quizás la interpretación más evidente y exacta de lo sucedido, la tengamos en el hecho de que la abstención y el voto en blanco han alcanzado un preocupante 42,9%. Cifra que refleja el hartazgo que padece la ciudadanía por haberle hecho vivir en la mentira metódica y los recortes empobrecedores.

Porque cada vez la calidad de los representantes públicos es más deficiente. Por las broncas constantes mientras nos consideran el pito del sereno. Por la abundancia --aunque no todos lo sean--, de trepadores que conciben el quehacer político como una cucaña... Abstención que seguirá en aumento si continúan tomándole el pelo a la buena gente criticando, por ejemplo, que el país está gobernado por un conglomerado de perdedores, mientras intentan hacer, exactamente lo mismo, en Andalucía; o instalados en el cinismo que supone haber repetido a diario que el gobierno de la lista más votada es un principio ineludible de su ideario y, antes de que cante el gallo de la codicia, comportarse como Groucho Marx, cuando aseguraba que, si al interlocutor no le gustaban sus principios, tenía otros de repuesto.

* Escritor