No sé a usted qué le parecerá pero a un servidor las figuras de cera, esas que tratan de representar de manera más o menos fidedigna a un personaje famoso, siempre me han producido un poco de yuyu. Y ya no digamos metidas todas ellas en un museo donde parecen enredarse todas esas famas tan rutilantes como siniestras, como en una especie de tela de araña en las que a uno se le puede enredar también el ánimo y hasta el alma. Es un ambiente yermo, estático y frágil. No sé por qué, estos tres calificativos se me antojan perfectos para el gobierno de Pedro Sánchez. Un gobierno emparedado en el museo de los independentistas y populistas, donde la temperatura comienza a acerarse peligrosamente al punto de ebullición de esa cera que reviste a todos esos ministros y ministras puestos donde están para ser figuras de voluntad secuestrada. Y solo hay dos formas de librarlos de tan incierto destino: o elecciones ya, o que se vayan derritiendo lentamente por el fuego del chantaje y la presión de sus socios. Pero Sánchez sale y entra del museo, nunca mejor dicho, como Pedro por su casa. Él no es una figura de cera, más bien nos recuerda al fantasma de la opera que bajo los subterráneos y tras las bambalinas ansía poseer esa democracia esquiva que pone y quita presidentes y gobiernos, no con los atajos y vericuetos de los pactos imposibles, sino con los votos y las mayorías constitucionales. Y Sánchez dirá lo que quiera del balance de sus 100 días, pero como una aciaga ironía, la realidad de ese balance ha sido solo y exclusivamente de gestos. Lo dicho, simples e hieráticas estatuas de cera, con el gesto congelado por el aliento de sus socios. Mientras los españoles oímos fuera del museo en el que Sánchez ha convertido el destino del país, los tambores de la deceleración económica.

* Mediador y coach