Fue el viernes. En mi buzón, otra de esas cartas con membrete ministerial que me lo llenan de basura cuando la recova de otras elecciones o cuando a algún ministerio o consejería le da por ilustrarme sobre las bondades de su gestión. Pero esta vez fue un golpe en la autoestima de mi señora y en la mía. La ministra de Educación y de oca en oca y tiro porque me toca me dice que a mi señora y un servidor se nos quite de la cabeza el que de ninguna de las maneras los hijos pertenecen a los padres; o sea, que ella y su Estado se van a encargar de todas las maneras de que el siguiente informe Pisa dará un diez a la educación de nuestros hijos, de que mi hija no va a ser maltratada por alguna recua de energúmenos, de que mi hijo no sufrirá acoso escolar, de que ambos no soportarán de ninguna de las maneras ninguna violencia en las redes sociales y etc. y etc. O sea, que mi señora y un servidor podríamos irnos tan tranquilos a coger espárragos después de salir del próximo parto (de mi mujer, claro, porque aún la igualdad de sexos no me permite parir, y mira que solicito tener esa experiencia). En cuanto leímos la noticia, mi señora y un servidor buscamos a nuestros hijos, por si aún podríamos retenerlos un poco. No estaban en su cuarto, abducidos por la pantalla de los videojuegos. En la calle nos sorprendió la cantidad de padres alarmados. De pronto, a lo lejos, en una de las últimas avenidas por donde la ciudad sale al campo, mi señora y un servidor sentimos voces. Nos subimos a una azotea para otear de dónde podrían venir, y divisamos una interminable fila de niños y niñas. La encabezaba un pelafustán vestido de arlequín o trovador medieval, no sé si con gregüescos rojos o zaragüelles o calzas, jubón, gorro en punta y escarpines; una especie de Crispín del Capitán Trueno, o Robín Hood, o Ivanhoe. Iba soplando una flauta o algo parecido, porque solo producía ronquidos de lora acatarrada. Tras mucho gritar a los que hasta esa mañana consideramos nuestros hijos, se volvieron y, felices, nos dijeron que de ninguna de las maneras nos pertenecían y que se iban tan contentos y seguros con el chufla flautista, (¿o debo decir flautisto?), de Hamelin. Insistimos: «¡Volved, por favor!». Ellos lanzaron un «Adiós, papis» y siguieron tan ordenados en la fila.

* Escritor