Me despierto de la más aterradora pesadilla que vivo en mis hondas noches. Y les juro que sólo cené manzana y leche de almendras. Y les juro que me he vuelto tan franciscano, que ni bebo, ni fumo, ni esnifo, ni me inyecto, ni, para mi suplicio, mantengo comercio carnal. Y les juro que sé que un artículo de opinión no es para cuestiones personales, porque a quién le importan las pesadillas de este pequeño escritor de provincias. Pero es que necesito hablar si no quiero meterme en el psiquiatra, a 100 euros la hora y a no sé cuánto la farmacia. Pues sí; volví a verme en el establo. Sobre el cacareo ensordecedor de dimisiones, ceses, mentiras, necedades, gruñidos, relinchos, rebuznos, balidos, estiércol, gallinaza, se levantó de nuevo la voz que apostrofa que hay que regular la libertad de expresión. Era el rayo de sol sucio a través de grandes nubarrones que ensombrecían el establo. Entonces vi la interminable hilera de hierros, rejas, sótanos, galerías, chirriaban cerrojos, candados, cadenas, enormes lápices oscuros destrozaban palabras, párrafos, páginas, en la honda noche se alzaban enormes hogueras donde ardían libros, libros, libros, arrojados por siluetas oscuras, sin rostros, sin labios, crepitaban mordazas, puños, cerebros carcomidos, voces, gritos estentóreos, galopaban esqueletos de caballos, asnos, mulos, pisoteando con sus pezuñas embarradas bibliotecas, manuscritos, periódicos, coceaban puertas, cuartos clandestinos, más, más gritos, manos amputadas, ojos calcinados en el abismo sin fondo, llamas, humo, viento, madrugada fría, espesada por la niebla que me ahogaba, cenizas, cenizas, silencio, almas que vagaban perdidas, alienadas, despreciando la voz, la palabra, renegando de sí mismas, vacilantes, el restallar de un infinito látigo, que se curvaba y extendía para otro chasquido, otro desgarro. Me desperté ahogándome, gritando de terror. Y no había nadie, nada, ni aire, ni luz ni esperanza; solo melancolía, un inmenso miedo, una inmensa soledad, y la noche seguía, seguía en mi pobre cuarto de escritor, tanta dedicación, tantas palabras, más nada. Intenté hablar, pero no pude. La voz de esa muerte sigue descendiendo, certera, interminable, como el inmenso hongo nuclear, de la realidad a la pesadilla, y otra vez la realidad.

* Escritor