Al escuchar a Alfonso Guerra en la presentación de su último libro, La España en la que creo (La Esfera de los Libros) se tiene la certeza, incluso física, de lo acertado que es el proverbio ruso que dice: «Añorar el pasado es correr tras el viento». El otrora líder socialista --hoy dizque prohombre del viejo PSOE-- entiende su ejecutoria política en las postrimerías de la Transición y la elaboración y aprobación de la Constitución del 78 como una obra perfecta; una pieza política que si habláramos de pintura diríamos que es el cuadro de Las Meninas, de Velázquez, o la V Sinfonía de Mahler, si de música. Tiempo detenido, la perfección alcanzada.

Ante tamaña obra, nada de lo que sucedió en el pasado, u ocurra en el presente, carece de un valor genuino. Guerra lleva mal, muy mal, como tantos, el tiempo presente; le desquicia y le da miedo. Observa la deriva catalana como un disparate peligroso que conduce a la ruptura de España: primero Cataluña, luego el País Vasco, Baleares, Valencia, Galicia, Canarias... Y señala al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a quien no nombra, como principal responsable del descarrile presente. Porque, al desentenderse de la fe y las maneras con las que se construyó la España democrática que alumbra la Constitución del 78, acuerdo entre partidos en el que todos ceden en bien del consenso, España se convierte en un disparate peligroso.

Exhibe durante su largo y brioso discurso (casi un panfleto bien escrito contra la actualidad política) un ardor españolista hasta cierto punto insólito en él. Recupera para su pluma, el tono y hasta el lenguaje corporal (una mano derecha que se agita con la determinación del que canta la verdad) una cierta solemnidad calderoniana que apela al honor, y se arropa siempre de un follaje verbal de tono patriótico en el que no se encuentra atisbo del aroma de Américo Castro, la finura de Fernando de los Ríos o la hondura de Azaña. Ni siquiera aparece Machado, su ídolo de siempre. Es la apelación simple y muy exigente a defender la Constitución, su espíritu y la ejecutoria de los hombres que la izaron y pusieron en marcha, como única receta, la única, para salir del lodazal presente.

En su intervención no cabe el paso del tiempo con su erosión y la aparición de nuevos valores fruto de nuevos vencedores; todo queda detenido en el milagro político de los 70 y 80; en esos años se encuentra todo lo bueno, lo mejor que edificó la España política en los últimos dos siglos. Así que nada que pueda desviarse de esta obra magna --que bien pudiera haber escrito un Maquiavelo bueno- es admisible por ir en contra de lo que se ha convertido en el canon del hacer político.

Así que no cabe el diálogo con los catalanes separatistas, ni la utilización de mediadores o facilitadores que lo haga posible. Y lo proclama con toda su energía un hombre inteligente, brillante y cáustico como pocos, que ayudó a alumbrar la Constitución tras innumerables encuentros y pactos secretos; que mantuvo con mano firmísima a su partido y formó parte del primer gobierno que abordó públicamente una negociación con ETA.

Aunque quizás lo más abrasivo de su discurso se halle en el desencuentro radical y público que mantiene con la dirección de su partido. Un mal muy corrosivo que no es privativo, sin embargo, del imponente Guerra. Son muchos los cuadros y militantes socialistas que piensan que su secretario general y presidente del Gobierno es el principal responsable de los males de España. Como si ser presidente de un país europeo hoy otorgara las capacidades que tuvo Napoleón.

* Periodista