Mi amigo Javier anda como alma en pena por un cambio repentino de las circunstancias laborales que ha dado al traste con la exquisita filigrana arquitectónica en la que sostenía su día a día de niños, colegios, compras, suegros, amigos, gimnasios, colaboraciones con oenegés y una cervecita en soledad de vez en cuando, todo eso manteniendo su implacable eficacia y eficiencia en el trabajo.

Mi vida es sencilla y mi problema suele ser cómo llenar el vacío del tiempo. ¿A qué hora me voy al gimnasio? ¿Veo una segunda película de dos horas en lo que me queda de tarde? Me apetece hacerme un potaje y ya comeré cuando esté hecho. Para este finde, no sé si irme a Conil o quedarme plácidamente en casa. Parece una vida envidiable. Y lo es. Pero solo si se piensa en la disponibilidad del tiempo de uso personal: tengo para mí casi todo el tiempo del mundo.

Pero un individuo es una vida parcial. Somo mitades, fracciones de seres. Nuestro destino natural es compartir la vida, así como el destino del agua del Guadalquivir está en el Atlántico. Por eso es inevitable el conflicto entre mi proyecto de vida personal y los proyectos de vida de otras personas y, lo que es peor, el proyecto de una empresa o de toda una sociedad.

Siendo esa una realidad inevitable, no creo justo para el individuo, ni incluso rentable para una empresa ni para la sociedad en su conjunto, que la vida de una persona deba quedar truncada, constreñida, pisoteada por las supuestas necesidades de la empresa o la sociedad. Cada vez está más claro que empresas y sociedades solo sobreviven, robustas, sobre ciudadanos felices, que son capaces de desarrollarse como personas en todo su esplendor. Conciliar esos aparentes intereses contrapuestos entre el individuo y la sociedad contribuye a la eficacia y la eficiencia en el desenvolvimiento de ambos. Eliminar fricciones, conciliar y armonizar movimientos, facilita el flujo de la energía, el flujo de las ideas, los deseos, los proyectos...

La conciliación de la vida personal y el trabajo para la sociedad debe ser un objetivo primordial. No es solo que haga más agradable la vida del individuo, sino que es objetivamente bueno para la sociedad en su conjunto. Empresarios y gobiernos debieran verlo meridianamente claro. La conciliación no debería ser objeto de crudas reivindicaciones continuas, sino que debería ser un principio irrenunciable en el planteamiento de cualquier proyecto colectivo, y en diseño de calendarios, horarios, repartos de presupuestos. Porque si un individuo no es feliz en su trabajo, no rinde, y la empresa irá al garete. Y si una pareja no tiene tiempo para traer hijos y cuidarlos como es debido, no los tendrá. Y la sociedad envejece y muere. La sociedades felices y seguras se construyen sobre ciudadanos felices y seguros. Es así de simple.

Sin embargo, conciliar dos proyectos de vida absolutamente personales parece una tarea más difícil. Si elijo compartir mi vida contigo, te obligo a que tú compartas tu vida conmigo. Y si veo que no lo haces en el mismo grado en que lo hago yo, sentiré que yo doy más que tú, y no estaré feliz. Si sacrifico algo de mi vida personal al estar contigo, veré si lo que me das compensa ese sacrificio mío; y si no lo percibo así, dejaré de ser feliz contigo.

Pero la más difícil de las conciliaciones es la de cada uno consigo mismo. La conciliación de mi vida real con mi proyecto mental de vida: qué soy frente a qué quiero ser. La solución de nuevo pasa por una cesión recíproca que acerque ambos proyectos, de modo que la energía fluya con el mínimo freno. En realidad, casi todos los cerebros funcionan de ese modo: procuran conciliar la realidad con el deseo mediante un mecanismo de retroalimentación positiva a posteriori. Me gusta la compra que he hecho. Me gusta como soy. Esta es la vida que yo quería. O casi.

* Profesor de la UCO