Menos mal si tenemos un clavo ardiendo al que agarrarnos. Lo tenemos: la justicia.

Para quienes hemos servido y amado tanto al derecho, diariamente es un espectáculo edificante ver en televisión el juicio oral del procés, en el que un buen presidente domina y coloca en su sitio a testigos y a interrogadores de colmillos y ánimo retorcidos. Con firmeza y buenas formas y un rapidísimo entendimiento del derecho; cada retirada de palabra o pregunta, cada advertencia, es una lección magistral.

A todos quienes recuerdan el torpe ingenio del delincuente Pacheco el jerezano yo los mandaría a galeras, y los invitaría a que siguieran este proceso acompañados de un buen comentarista jurídico. Así aprenderían que la Justicia no solo no es un cachondeo sino que es lo más serio que hay en este país.

Este país en el que casi todo es una broma, y normalmente una broma de mal gusto.

El español medio ve respetuoso en el cine y en la televisión los juicios norteamericanos --la verdad, y toda la verdad-- y los ingleses --las pelucas y las togas gigantescas--. Y muchos desocupados siguen en nuestras audiencias los juicios penales. Pero los juicios civiles están huérfanos de público; si acaso, algunas veces, los interesados, muchos de los cuales salen defraudados cuando al final su abogado estrecha la mano de su rival. A su modo de ver --el del cliente-- la educación y la gentileza están reñidas con la justicia: los abogados adversarios después de cada juicio deberían tirarse a la yugular del otro y morderle las orejas. No comprende que sería muy caro para el país que los abogados se fueran matando al acabar cada uno de los juicios, como los luchadores del circo romano. Y es que el cliente, el interesado, siempre pone el pulgar hacia abajo.

Recuerdo que al finalizar una disputadísima vista de un caso en la Audiencia Territorial de Sevilla le ofrecí a mi oponente, que había ido a Sevilla en tren, que hiciera el regreso conmigo, en mi coche.

Me dijo:

--Imposible. Si así lo hiciera mi cliente creería que nos hemos puesto de acuerdo en su perjuicio.

He escrito seguramente más de una vez que los debates judiciales más fuertes, tensos hasta el límite extremo, los tuve con uno de mis mejores amigos de siempre, el inolvidable maestro Bartolomé Vargas Escobar.

La duplicidad de la defensa de los intereses del cliente hasta el último límite que permiten las buenas formas, la convivencia de la enérgica defensa de los intereses del cliente con el cordial respeto al compañero extraña incluso a quien debiera darla por supuesta. Recuerdo que después de un debate muy vivo en estrados el abogado oponente y yo entramos a saludar a su señoría y lo invitamos a tomar café una vez finalizado al juicio.

Y el juez manifestó su sorpresa por la buena armonía que manifestábamos los abogados antes energicamente enfrentados. La sorpresa del juez lo fue para nosotros, porque se trataba de un juez con bastante experiencia. ¿Era la primera vez que veía un final con buenas formas?

La forma es esencial al derecho hasta el punto de que no hay derecho informal. Cuando se compaginan forma y fondo se suele pensar que el fondo es esencial y que la forma es secundaria, pero este pensamiento es equivocado. Tanto monta, monta tanto.

Solo es secundaria una forma escogida o seguida a la ligera, pero si pensamos en un autentica derecho, la forma es más que la cáscara, tanto vale como la almendra del fruto.

Sí decir de una persona que tiene buenas formas es un elogio importante, decir que se cumple la forma establecida por el contrato o la ley es decir mucho.

La forma no es que cubre el fondo, es que lo ampara.

Pero volvamos al ejemplo del principio: el juicio del procés. Cuando parece que el presidente se está refiriendo a una cuestión formal, se está refiriendo, está resolviendo, una cuestión fundamental.

Está nada menos que haciendo justicia. Está reforzando el clavo al que nos agarramos.

* Escritor, académico, jurista