Con un sospechoso silencio mediático, el extraparlamentario partido político que detenta la defensa de los animales ha instado al Congreso de los Diputados la aprobación de la coloquialmente autodenominada «Ley Cero», cuya inicial declaración de intenciones es procurar el bienestar y la protección de los animales. En la escasa difusión de la noticia por quienes viven instalados en las redes sociales y la eufemística posverdad, acaso subyace el deseo del lobby animalista de evitar que el contenido del proyecto llegue a conocimiento de la sociedad, privándonos así del deleite que procura su lectura. Junto a la consabida soflama contra la tauromaquia, la caza y los circos, la proposición presenta importantes novedades respecto a su tradicional ideario, pues además de suprimir el hiriente punto estrella de su anterior programa electoral («en el entorno de la violencia de género es frecuente que los animales se conviertan en víctimas»), ahora, desandando el camino, se prohíbe la tenencia de mascotas, pretiriendo a sus otrora prosélitos que, al albur de postulados animalistas, crearon estratégicas empresas de cosmética canina o apoyo psicológico para animales. Asimismo, y trascendiendo su hábitat natural, los incipientes legisladores extienden a los humanos las bondades de su particular ecosistema, al proscribir el consumo de productos de origen animal, dietética idea inconscientemente inspirada en el aserto de G.K. Chesterton «donde hay adoración animal hay sacrificio humano».

A fin de dotar al proyecto de ley de un rigor del que carece, invocan sus ideólogos, en primer lugar, tres resoluciones judiciales dictadas por juzgados provinciales de Brasil y Argentina, que declaran que dos chimpancés y un orangután son titulares de derechos (sic). La discutible fundamentación jurídica de las sentencias (y el prestigio mundialmente desconocido de sus ponentes) aconsejaban la búsqueda de otros compañeros de viaje, y que, descartada la recurrente alusión al Papa Francisco ante el anticlericalismo a tiempo parcial que profesan, fructificó con la aparición de los llamados «eminentes neurólogos que firmaron la Declaración de Cambridge sobre la Conciencias», rimbombante denominación bajo la que, lejos de hallarse algunas sociedades de investigación como IBRO o SFN que aglutinan a miles de científicos, se esconden una decena de profesionales que, el día de San Fermín de 2012 (ironías del destino), se reunieron para proclamar que «los animales tienen conciencia», sin que conste acreditado que llegaran a dicha conclusión con anterioridad a la ingesta de champán que atestiguan las fotografías para las que posaron con gran desaliño.

El errático afán legitimador del proyecto debe tocar a su fin, para lo cual me permito recordar a sus impulsores, acudiendo al derecho comparado, que podrán encontrar otros antecedentes legislativos similares a su pretensión; concretamente la ley de protección de los animales promulgada en 1933 en la Alemania nazi, con la que, casualmente o por traición del subconsciente, no solo coinciden en su denominación.

La eventual tramitación parlamentaria de la «Ley Cero» quizá imponga algunos cambios en su articulado, pero confío en que el gusto de nuestros representantes políticos por el circunloquio quede en esta ocasión aparcado, y respeten el título de una ley que define con exactitud el valor real que tiene.

* Abogado