Pablo Casado vuelve al centro en poco tiempo, se olvida de sí mismo al respirar y ofrece el cartón piedra de la conveniencia estadística. El centro no era esto. No era la manía de rescatar a Adolfo Suárez Illana, que llevó a su padre en 2003 a un mitin para que lo avalara como candidato del PP a Castilla-La Mancha ---qué iba a hacer, un padre- contra Bono, y eligió pirarse tras perder, aunque había empeñado la palabra, la imagen y el legado de Suárez por un puesto en el PP de Aznar. A alguien que acaba siendo matador de toros ocasional y se presenta como poeta dominical --no hay especie más peligrosa para la vida pública que el versificador aficionado, con tanta incomprensión acumulada-- no le concedería ni la presidencia de una fundación, por mucha concordia que busque, ni mucho menos un puesto en las listas para el destino de un país. Pero todo eso podría superarse si la figura, al menos, no es un figurín y tiene una palabra para siempre. Suárez Illana se invistió con el nombre de su padre aquel día terrible en que el expresidente Suárez se lio con los papeles; aun así, aunque empezaba a perder la memoria, mantenía el carisma, la simpatía enorme, la sonrisa, su talla de osadía frente a las circunstancias. Y después, cuando Bono lo machacó en las elecciones, en lugar de quedarse y dignificar el nombre que le había dado la entrada, eligió salir por la puerta de atrás, que habría sido la del olvido si no lo hubiera rescatado Pablo Casado para impostar el centro que no fue. Ahora el malo es Abascal, cuando Casado estaba dispuesto a formar Gobierno estatal con Vox y lo ha formado en Andalucía. Tiene razón su líder: primero intenta atraerlos y luego los insulta. No hace autocrítica, y relega a Maroto y García Egea. Para viajar definitivamente al centro, pasado ya el patinazo de Illana y descartado el idilio nacional con Vox, Casado ya solo necesita leer a Gimferrer en catalán en su intimidad, pactar con los independentistas e invadir un país.

*Escritor