Un pastor andaba muy enfadado con otro porque las ovejas de este no eran auténticas ovejas merinas, ovejas «como Dios manda», sino ridículos ejemplares -la cabeza toda oscura- de una especie venida «de por ahí fuera», y cuyos balidos, para colmo, resonaban del modo más desagradable. Cuando llegó junto al pesebre, los ánimos del pastor andaban aún muy caldeados, pero pronto se apaciguaron cuando vio -con esa mirada anacrónica que da su encanto a los belenes- a tres toreros vestidos de luces, los cuales adoraban al niño con mucho cuidado de no clavarle la punta de sus estoques. Un grupo de bravos cazadores había bajado también sus escopetas al suelo con la idea de no matar nada durante algún rato. San José se desvivía por atender a todos de la mejor manera, mientras pensaba en el taburete aún sin cepillar que se había dejado en el taller.

Se produjo un gran alboroto cuando el rey negro bajó de su camello y todos pudieron comprobar que no sabía la fecha en la que Colón descubriría América, ni tampoco la lista de los reyes godos. La Virgen miraba al gentío de soslayo, como para advertirles de que ese niño era Dios, y que para Dios no hay diferencias entre blancos y negros, ovejas merinas y ovejas Suffolk, españoles y cartagineses. Desde la altura en la que Él lo contempla todo, cualquier relieve se aplana, incluso el que nosotros podemos pensar que existe entre un jamón de jabugo y un simple jambon sec de Bayonne. Una mujer con voz chillona censuraba al «organizador» por no haber puesto allí un portal de belén, sin comprender que -a todos los efectos- se encontraba justamente en Belén, y que aquel era Jesús, y ella una figurita más del belén que alguna vez un caballero español amante de las tradiciones españolas montaría en un país que -por fin, y después de haber dado largos tumbos a través de la historia- acabaría por llamarse España. Fue entonces cuando sonaron disparos cerca. Al rato varios cazadores españoles trajeron amarrados a Papá Noel y a Santa Claus. A punto estaban de lincharlos -por intrusos y extranjeros- cuando los Reyes Magos terciaron amorosos en la disputa. En vuelo rasante, uno de los ángeles roció de ansiolítico a toda aquella buena gente.

Acurrucado entre la paja, Jesús pensaba si su Padre, el Buen Dios, no se habría equivocado esta vez, después de todo. Le había dado órdenes de que bajara a la Tierra para redimir al género humano de la maldad, no de la estupidez. «Aunque, quizás», se dijo, «la estupidez sea una forma refinada de maldad: una maldad tan estúpida que ni siquiera se reconoce a sí misma como maldad».

* Escritor