De pronto me fui solo, y seguí yéndome solo y seguí solo. Me fui, sí, para no encontrar a nadie. Siempre diré que estoy y que no estoy. Me hablan de muertos, pero me voy y no hay nadie, ni siquiera yo mismo, ni un espejo en otro funeral. No sé qué es un recuerdo. Ni pregunto. Sentía una voz que preguntaba para rezar, pero todo me decía que yo era nada y ni siquiera nada. Siempre sentí que estaba en un umbral y no había nadie, y me fui para que no hubiese nadie, y palabras en un idioma que me importaba nada, y no había nunca nadie. Mi ser es ser ausente, ser y no ser y ser para no ser. De pronto había oído rumor de carcoma que era un virus. Pero yo, no estar y aparentar estar; ser dios tras una nube y otra nube, ausencia, nada, no escuchar aquello que eran campanas, oraciones, lágrimas del pueblo. No quiero estar. Que me quiten de delante y pongan a mi ausente. Sólo ausente y apariencia. Que se lleven lejos cada día. Preguntan por mí en listas y más listas, interminables listas de nombres, números, ciudades. No quiero ver y afirmo que nunca sé leer. Los nombres, un incendio de mis bosques formados por sombras, tinieblas y mentiras. Ni quise preguntar por si alguna vida hubiese sido mía, y procuré que nadie recordara. España entera convertida en un horno crematorio de nubes, humos y más olvidos. Yo, emborronado por tantos otros yos, menos que nada, un espacio de aire que no se ha movido en ningún tiempo, que miente porque miente, y vuelta a mentir, hasta construirme mi epopeya: sonreír, reír, carcajearme, ahogarme en tanta risa, sonrisa y carcajada. Y organicé el funeral de Estado para que yo no fuera, estado que no estaba, sólo mi aire corrompido, el mismo que me ahogó en mi ausencia. Agonía y fin de lo que nunca había empezado. Y volvían a preguntar por mí, porque ni yo quise saber que no estaba en ese funeral de mí sobre mí mismo. Y siempre más palabras. Me asomé tras la nube de mi cetro, y no había cielo, ni tierra, sólo yo en mi nada que no ha sido nunca nada. Oí rumor de lágrimas a solas, ¡tan a solas!, y siempre más palabras que ya no identificaba con ningún idioma. Y mis bosques de mentiras, consumidos en versos que escuché tal vez, allá más lejos, en lo que alguna vez tal vez debí escuchar: «Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos!».

* Escritor