En una ocasión cité en estas páginas lo afirmado por Antonio Machado en boca de Juan de Mairena acerca de la falta de empatía de los españoles con los actos de los demás, sobre todo cuando tienen éxito. Para explicarlo, el poeta recurría a un ejemplo: después de que a un torero protagonista de una faena portentosa se le dedicara un gran aplauso, al finalizar este, siempre se levantaría un espectador que silbaría con toda la fuerza de sus pulmones, pero lo significativo es que no silbaba al torero, sino al aplauso. Todos recordamos aquel momento de la primera ola de la pandemia, durante el confinamiento, en que nuestras calles se llenaban de aplausos desde terrazas, balcones y ventanas, pero pronto aparecieron también quienes salieron cacerola en mano. Ahora pienso que hacían ruido contra los aplausos, contra la voluntad ciudadana de estar unidos en torno al reconocimiento a cuantos estaban en primera fila en la lucha contra el coronavirus. En lugar de aquel aplauso positivo y solidario, preferían el escándalo y el alboroto, no sea que alguien confundiera sus aplausos y se los dirigiera a las autoridades, las de todos los niveles, pero en particular en lo tocante al Gobierno de la nación, que se enfrentaba a una situación desconocida hasta estos momentos en nuestras sociedades.

Desde mi interpretación, a lo largo de este año algunas fuerzas políticas han alentado esa reacción contra los aplausos. Su pretensión ha sido llevar a la calle las posiciones intransigentes de las que han hecho gala en las sesiones parlamentarias, sin que en ningún momento haya decaído el ímpetu de una oposición intransigente, en la cual PP y Vox han rivalizado por mostrar quién de los dos mostraba una actitud más reaccionaria (hablar sobre el centrismo de Casado es tan inútil como discutir sobre el sexo de los ángeles). Por supuesto, para mantener la tensión fuera de la sede parlamentaria, han contado con el apoyo de medios de comunicación, a través de algunos programas de radio y televisión, así como de articulistas que no se cansan de citar a Rubalcaba y lo de su «gobierno frankenstein» o decirnos que estamos ante un gobierno apoyado por los filoterroristas, por los herederos de ETA y por los independentistas, o sea, por todos cuantos quieren destruir España, aunque nunca nos explican qué entienden por España, o cuando menos niegan que consista en una realidad diversa y plural. Aún no hemos superado la pandemia, pero la derecha y la ultraderecha mantienen su comportamiento. Lo que sí consiguen con esa forma de actuar es provocar el alejamiento de los ciudadanos de la política, que esta se convierta en un problema y no en lo que debe ser: el instrumento para resolver los problemas del conjunto de los ciudadanos. No olvidemos lo que nos decía Hannah Arendt acerca de los prejuicios frente a la política: conducen a «la huida hacia la impotencia».

En una de sus reflexiones sobre los fines, el sentido y la meta de la política, al preguntarse por el principio de la acción política, esta misma filósofa, al considerar la coyuntura de guerra fría en la que escribía, recordaba las palabras de Kant acerca de que no deberíamos permitir, durante una guerra, que algo de lo ocurrido hiciera imposible más tarde la paz. Si aplicamos ese principio a la situación política de la España de hoy, deberíamos pedir que no acontezca en el ámbito de cualquiera de los tres poderes del Estado, nada que haga posible la convivencia y el entendimiento entre los ciudadanos del futuro. Y no estaría de más finalizar con una recomendación de Juan de Mairena, cuando aconsejaba a los jóvenes que no despreciaran la política, sino la «política mala»”, y los instaba a que hicieran política, «aunque otra cosa os digan los que quieren hacerla sin vosotros y, naturalmente, contra vosotros».

* Historiador