En el último mes estamos viendo como «el campo» se ha levantado. Están siendo numerosas las movilizaciones de los agricultores para denunciar su situación y reclamar una solución, es decir, precios justos para los productos agrarios, pero ¿qué son precios justos? y ¿va a tomar el Gobierno medidas que sean útiles para el sector? El sector agrícola y ganadero siempre ha tenido una especial relevancia para cualquier país por un tema fundamental: la seguridad alimentaria. Tener suficientes alimentos y saludables sin depender de importaciones, para que en ningún caso se ponga en peligro el abastecimiento en situaciones de crisis internacionales, es un concepto que los europeos aprendimos bien por la Segunda Guerra Mundial y que fue un precepto fundamental en la constitución de la Comunidad Económica Europea allá por 1957. A partir de ahí, a los agricultores y ganaderos se les han ido exigiendo cada vez más medidas de cuidado medioambiental y bienestar animal que encarecen sus costes. Igualmente, en España, tienen que hacer frente a una energía cara, cargada con numerosos gravámenes, y unos costes laborales elevados, no ya por los sueldos que pagan sino por los impuestos vinculados a esos sueldos. A lo que se unen los impuestos que pagan directamente, ya que, en muchos casos los titulares de pequeñas y medianas explotaciones son autónomos. Por otro lado, se enfrentan a unos mercados internacionales muy competitivos en precio, bien porque los productos provienen de países en vías de desarrollo donde no existen las normativas ambientales ni de cuidado animal que rigen en la UE y/o porque la mano de obra resulta muy barata por el denominado dumping laboral, básicamente trabajadores en condiciones ínfimas.

Si le echamos un vistazo a todo lo anterior, cualquier sector lo sufre. Competencia en mercados internacionales con condiciones desiguales por diferentes normativas de responsabilidad ambiental y social entre países, entonces ¿cuál es la diferencia? Lo primero es la dependencia de las condiciones climáticas, que da lugar a buenas o malas cosechas. Después aparece la mejora la productividad, lo que se realiza a través de tecnificación y mejora de variedades, que suele llevar a menos bienes públicos ambientales y menos puestos de trabajo. No es lo mismo un olivar tradicional que uno super intensivo. Luego está el hecho de que los productos agrarios generan poco valor añadido, pese a que es lo que comemos. Por último, los agricultores y ganaderos están muy atomizados, hay muchos y no suelen estar organizados entre ellos, mientras que las cadenas de distribución están muy concentradas. En esto último tenemos mucha culpa los consumidores. El último informe de World Kantar expone como en una década se ha reducido el consumo de productos frescos en tiendas o mercados de barrio en un 25%, aumentando en los supermercados un 18% lo que hace que tengan el 60% del gasto en productos frescos. A lo que se añade, nuestra sensibilidad al precio de los productos agrarios, que no se tiene en otros bienes y servicios (mayor elasticidad precio).

Con todo esto el panorama se presenta algo regular, sobre todo si consideramos las medidas que va a tomar el Gobierno. Estas medidas no resultarán efectivas, ya que, no presentan importantes modificaciones. Entre ellas, se prohíbe la venta a pérdidas en cualquier caso, añadiendo que, cuando se fije el precio de forma variable se debe hacer referencia al coste efectivo de producción. La cuestión es quién fija ese coste de producción. En principio, se pueden considerar los publicados por el Ministerio, pero también se deja abierta la posibilidad de usar cualquier otra referencia, de modo que el precio se acabará fijando en función de las necesidades de la parte que tenga más capacidad de negociación, como ahora. Eso sí, habrá que añadirse una cláusula afirmando que el precio pactado entre las partes cubre los costes de producción. Así, las administraciones públicas se lavan las manos, y los agricultores y ganaderos no pueden volver a reclamar que los precios no cubren los costes, aunque para vender tengan que mentir sobre ello. También, se añade un aspecto sobre las promociones, estableciendo que la promoción no podrá inducir a error sobre el precio o la imagen del producto, pero ¿quién decide esto? Si se vende un aceite de oliva refinado más caro en un virgen extra ¿se induce al consumidor a error? ¿puede pensar el consumidor que el refinado es de más calidad por estar más caro, utilizando el precio como un elemento informativo de la calidad? Difícil ponerle el collar al gato.

Ahora surgen dos preguntas: ¿se tragarán los agricultores y ganaderos estos parches?, ¿por qué no empezamos a recortar gastos públicos intrascendentes para poder bajar impuestos y dejar vivir a los generadores de puestos de trabajo y riqueza? Especialmente en las zonas rurales, donde tanto nos preocupa la despoblación.

* Profesora de Economía financiera de la universidad de Córdoba @msalazarord