Esos dos hombres que acaban de ocupar sus respectivos asientos de tribuna otro año más han visto y oído muchas cosas en El Arcángel: pañuelos furiosos contra el palco, goles locales (estallido y abrazos) y visitantes (perplejidad y silencio) en el agónico vértigo del descuento, actuaciones arbitrales que deberían estar tipificadas en el código penal, el estadio a reventar cuando el personal tocó el cielo en Las Tendillas y quedó deslumbrado por el fulgor de las estrellas, el estadio medio vacío cuando los rivales se llamaban Moralo o Conquense o Mármoles Macael, cientos de jugadores normalitos, miles, y unos cuantos con el preciado don de hacer fácil lo difícil, sueños desvanecidos en angustiosas promociones de ascenso e invasiones de campo llenas de júbilo, sonoras protestas contra el entrenador de turno, Lucas vete ya, densas ovaciones como efímero premio al acierto y al coraje, penaltis a las nubes y magistrales lanzamientos de falta por la escuadra, goleadores de suculenta ficha que aquí nunca metían goles y paradas dignas de ser rescatadas del olvido por el mejor de los fotógrafos, transistores en estado de alerta y dedos deslizándose en pantallas inteligentes para aliviar el sopor de otro partido hueco, ultras de variopinto pelaje vociferando amables consignas y niños precozmente uniformados llorando en brazos de algún componente del once inicial... Muchas cosas.

Esos dos hombres que inspeccionan los alrededores de sus localidades en busca de alguna cara conocida han presenciado el estreno y la sentencia definitiva de cuarenta o cincuenta entrenadores. Saben que el fútbol ya no es lo que era, que el club de antaño es hoy una sociedad anónima con un mandamás que hace y deshace sin necesidad de rendir muchas cuentas, un tipo que vino de no se sabe dónde y que terminará marchándose no se sabe cómo, un vendedor de humo con afán de notoriedad al que la afición ya no traga.

Esos dos hombres que tienen que mirar en un papel quién es quién se han acostumbrado a que cada año se vayan quince o veinte jugadores y vengan otros tantos. Saben que este año verán a pocos chavales surgidos de la cantera, tal vez a ninguno. A veces rememoran los años en los que Paco Jémez tenía melena y se anticipaba a cualquier delantero, los tiempos en los que Rafa Berges galopaba por la banda antes de hacerse de oro en las olimpiadas de Barcelona, algún destello de Javi Flores, una bicicleta o un amago con la cintura al borde del área.

Esos dos hombres cargados de temporadas y escepticismo y guasa y bolsas de pipas no saben muy bien por qué van a El Arcángel y por qué siguen poniéndose algo nerviosos después de tantos años, por qué perdura en su voluntad la infinita pasión por esos colores. Tal vez sea así, tal vez sigan ahí sentados a pesar de todo porque, en el fondo, cuando el árbitro pite esta tarde y la liga empiece una vez más, ambos volverán a ser un poco niños y todo volverá a ser posible de nuevo.

* Profesor del IES Galileo Galilei