La ineficacia es la característica común de todos los dispositivos para combatir el narcotráfico en México desde que el presidente Felipe Calderón (2006-2012) militarizó el conflicto con los cárteles de la droga. Al confiar al Ejército la persecución y desmantelamiento de las redes de los narcos se produjo una escalada del conflicto, que adquirió el perfil de una guerra sin que, por lo demás, disminuyera la influencia del crimen organizado en los territorios que controla. Basta un dato para calibrar las dimensiones del desafío: un centenar es la media de muertes diarias durante este año. Es evidente el riesgo de que en México se consolide una realidad dual: la del Estado oficial, con sus autoridades e instituciones, y la de un narcoestado dentro del Estado, capaz de someter a este en los territorios que controla. El propósito del presidente López Obrador de recurrir a la política para evitar la guerra persigue neutralizar tal degeneración, pero seguramente desborda sus recursos la posibilidad de dar un primer paso con garantías de éxito: sanear los diferentes escalones de la Administración, enfangados con demasiada frecuencia en la estrategia de los narcos. Y el ofrecimiento de Donald Trump de intervenir militarmente en el conflicto fue un despropósito porque suponía la aceptación por México de la injerencia extrajera en un asunto interno que ha puesto en jaque la autoridad del Estado y el derecho a la seguridad de los ciudadanos.