Que nadie mire hacia otro lado. A mediados de los setenta no había adolescente que no quisiera ser Camilo Sesto. O, mejor dicho, Jesucristo Superstar. Ídolo de masas, la voz de aquella década era el deseo a imitar por los quinceañeros que pactaríamos con el diablo por poder encarnar al protagonista de la versión española de la ópera rock que compuso Andrew Lloyd Webber, que también se representaba como función de fin de curso en la mayoría de los colegios e institutos. Pero algunos, a nuestro pesar, no dábamos ni para ser Judas Iscariote, y ni tan siquiera para formar parte del corifeo. Queríamos ser Jesucrito, pero quizás estábamos más próximos al Brian de los Monty Pyton. Cuando nos poníamos con Getsemaní, nos cantaba el gallo antes que a otros.

Esa fiebre por querer ser Camilo Sesto se manifestó cuando Jesucristo Superstar hizo escala en la ciudad en la gira que la función llevó a cabo por todo el país, en el año 1977, tras casi 24 meses ininterrumpidos en Madrid, donde se estrenó en noviembre de 1975. Antes, Camilo Sesto ya había pisado los escenarios de Córdoba. Con Los Botines, su primera banda, un jovencísimo Camilo actuó mano a mano con los cordobeses de Los Califas y Rafael Prados en las sesiones de baile que se organizaban en el Polideportivo de La Juventud a finales de los sesenta.

A comienzos de los 80 me pasaron su número de teléfono para hacerle una entrevista para un trabajo para la facultad de Periodismo. Me saltó un contestador automático con el siguiente mensaje: «No puedo atenderte, en estos momentos estoy en Córdoba». Y me quedé con las ganas de hablar con ese Superstar que todos soñábamos ser. En Córdoba. Y no de concierto. Tal vez Tico Medina nos desvele algún día que Córdoba era una pasión compartida.