La pobreza energética, como muchos otros tipos de pobreza, es un drama que pasa injustamente desapercibido, que se sufre con culpa, con vergüenza. ¿Quién sabe si el vecino de al lado vive medio a oscuras para no gastar, si pasa frío con tal de no poner el brasero o vive angustiado por las amenazas de corte de la compañía eléctrica?

Lola ha dado el paso de decirlo abiertamente. «No puedo pagar la factura de la luz». Su situación laboral, familiar y económica la obligan a elegir a diario entre comer y abonar las deudas que se le acumulan desde hace cinco años, cuando se quedó en paro. «Si tuviera un trabajo, pagaría, yo sé que todas las facturas que tengo pendientes las voy a pagar tarde o temprano, pero si no tengo dinero ahora, ¿qué hago?».

Hasta hace unos meses, cobraba 430 euros de ayuda, a la que renunció para que la cobrara su hija (las dos no podían a la vez), madre de un bebé de 11 meses y víctima de violencia de género a la que recogió en su casa para alejarla de su expareja. Desde abril, los gastos se han multiplicado y los ingresos siguen siendo los mismos. «Con ese dinero, tres personas no pueden comer, pagar el alquiler (vive en un piso de Vimcorsa en las Moreras) y las facturas», recalca, así que lo que hace es alternar los pagos. «Cuando llega el dinero, compramos todo lo de la niña y luego un mes pagamos el alquiler, otro el agua, el seguro del piso... también tengo una tarjeta del Carrefour para cuando no tengo dinero comprar comida y si no lo pagas, los intereses te comen», explica, «ahora tengo un aviso de corte de luz, pero he ido a la trabajadora social y me dice que debo mucho dinero ya y que ellos no pueden hacer nada».

En dos años ha acumulado una deuda de unos 2.000 euros. «Cuando trabajaba, siempre he estado al día, no me habían cortado la luz en la vida», asegura, «nadie sabe lo que es vivir así hasta que te toca, tengo 52 años y ya nadie me da trabajo, que es lo que yo quiero, no 400 euros». La única ayuda que reciben es de Adevida, «que nos da alimentos para la niña hasta los 3 años». Su hija, que ha sido pescadera muchos años, también busca empleo, sin éxito hasta el momento. «Cuando llegó a casa, pesaba 35 kilos, ahora se está recuperando, pero necesita rehacer su vida y para eso tiene que trabajar», señala Lola.

Solo y sin dinero

El drama se repite en muchas casas. Rafa es usuario de Cruz Roja, tiene 56 años, está divorciado y en el paro. «He trabajado toda mi vida en distintos sectores hasta que monté un negocio en el 2017 y se hundió», relata, «me quedó una hipoteca de 300 y pico euros, la pensión de mi hija y todos los gastos normales de una casa». Desde entonces, recuerda, «muchas veces he tenido que dejar de pagar suministros porque no me llegaba el dinero, aunque gastara lo mínimo, y he estado sin luz varias veces». No tiene ayuda familiar. «Mis padres murieron y aunque tengo hermanos, no me pueden ayudar, cuesta mucho pedir, pero lo he hecho cuando he estado con la soga al cuello para una factura o algo así, esperas que salga de los otros, pero si no sale, ¿qué vas a hacer?», dice resignado, «nunca pensé que me vería así».

Según confiesa con voz tenue, su falta de medios llegó a ser tan grave que «pensé en quitarme de en medio, no sabía ya qué hacer, tenía mucha angustia, estaba solo y no encontraba trabajo». En esa coyuntura, después de pedir ayuda en distintas instituciones, acudió a Cruz Roja. «Si estoy aquí hablando contigo es gracias a ellos», comenta sincero, «me han ayudado y me han hecho recuperar la esperanza». Cumple los requisitos para que el banco le aplique un código de buenas prácticas, pero se lo deniegan. «Este verano hice una sustitución y todo lo que cobré se lo llevó el banco». Aún así sigue adelante. Después de formarse para obtener el título de auxiliar de ayuda a domicilio, ahora se prepara para ser auxiliar de geriatría. «He descubierto que esta es mi vocación», afirma convencido.