«Si eres ocupa, no duermes, siempre estás esperando que venga alguien y te eche». «Los ocupas viven muy a gusto, sin pagar recibos, aprovechándose de quienes pagamos impuestos». «No tengo trabajo y estoy de ocupa porque no quiero que mis hijas duerman bajo de un puente». «Esos niños no deberían vivir en esas condiciones, por las noches entra y sale gente rara en el bloque». «Si ocupan, al menos que no den la lata poniendo música a todo volumen hasta las tantas». «He pagado 900 euros a una persona que no era el propietario por un piso del que me pueden echar, pero eso es mejor que nada». «Uno de los ocupas acabó en la cárcel, tenía el piso lleno de droga y cosas robadas». «Estoy de ocupa, pero tengo todos los papeles en orden y quiero pagar un alquiler social». La ocupación es un fenómeno social con muchas aristas, donde a menudo se enfrentan los intereses contrapuestos de quienes habitan una vivienda regularizada y quienes sobreviven a sus circunstancias a salto de mata. «No te fíes, ponen cara de no haber roto un plato, pero hay mucha picaresca», alerta un vecino avispado.

La falta de vivienda y empleo, así como una política en ocasiones demasiado permisiva, han hecho proliferar en Córdoba las ocupaciones, sobre todo, en el casco histórico, en casas y pisos propiedad de bancos y fondos buitre, poco interesados en garantizar que sus viviendas sean habitables y estén habitadas por personas cívicas. Ejemplo de ello es el piso de la calle Jesús del Calvario 37, donde han convivido una joven que «no ha dado ruido» en 5 años, según los vecinos, con ocupas de ida y vuelta «sospechosos de traficar con algo» y, desde hace un mes, una pareja compuesta por un hombre con discapacidad y su cuidadora, denunciada a la Policía por el ruido excesivo que producen durante la noche. Mientras tanto, una inmobiliaria anuncia en ese bloque la venta de un piso de 53 metros, tapiado, por más de 300.000 euros.

Cuando llamas para preguntar, el operario contesta que «hay ocupas, igual no interesa» y te pide que esperes «a ver si se van o los echan». El propietario, un ente sin cara, sabe que está ocupado, que puede haber problemas, pero mira hacia otro lado. Una calle más abajo, un bloque entero cuya propiedad está en un limbo permanece, en contra del deseo de los vecinos colindantes, ocupado por familias y parejas jóvenes que antes pagaron distintas sumas de dinero a un listo que se aprovechó de la desgracia ajena. «¿Dónde quieren que me vaya?», pregunta una de las ocupas como si su vida fuera responsabilidad de otros. Y en medio, la Policía, obligada a elegir entre las exigencias correctivas lógicas de quienes quieren vivir en paz y los límites que establece el margen de la exclusión social. «Esto solo se arregla con trabajo».