La humanidad a veces es tan cercana como las flores de un patio, que crecen con tierra, agua y sol y se convierten, en una tarde de otoño, en patrimonio mundial. Estamos hablando de esa Córdoba que nació sin turistas, cuyo refugio era a veces un patio con derecho a retrete y cocina, para la que la buena política, que no miraba siglas sino ciudadanos, consiguió el título de patrimonio inmaterial de la humanidad.

Lo hemos comprobado estos días de puente: la humanidad se ha acercado a Córdoba a ver sus patios -aunque abrieran no por mayo sino por octubre- y la tortilla de Santos, y se alejaban un poco de su Mezquita y su catedral, espacios para la oración pero algo parecidos al confinamiento.

Ya lo comprobamos cuando empezaron a darnos recreo por junio. La visita a la Mezquita fue mi primer intento de la normalidad que llamaban «nueva». Pero cuando entré constaté que su soledad, junto con la de la Catedral, era tan descomunal que hasta los dioses habían huido.

Ahora, con la apertura de los patios para evitar otro posible cierre económico hemos comprobado que turistas y cordobeses casi han abarrotado las calles de esa Córdoba que, al parecer, atrae más por su tercer título de patrimonio mundial, el de los patios, que por su primero, la Mezquita, aunque los canónigos quizá no estén de acuerdo, por lo del precio de las entradas.

Las tardes de esta Córdoba de otoño, aunque sean de patrimonio de la humanidad, parecen de pueblo.

En Chaparro, 3, pasados los Jardines de Colón, la perfección de este patio la saluda Mafalda, que le echa un guiño a Quino, que se le ha muerto.

Es una tarde sin ruidos, de muchas motos aparcadas, en la que estudiantes de Erasmus salen a practicar idiomas, por parejas, en la vida de esta nueva ciudad como asignatura.

El dolor histórico lo sientes en Marroquíes, 6, cerrado, aunque con su belleza tras la puerta.

Pasas por delante de la iglesia de Santa Marina, que tiene toda la historia metida en su rosetón, incluso la de Manolete, y esperas entrar en Tafures, 2, mientras vas conociendo una tarde cordobesa de otoño, nada que ver con las de mayo, en la que un sol tibio, que dará todavía al menos una hora de luz, tranquiliza este mundo de residencias turísticas, tabernas con vivencias, monumentos discutidos a toreros con historia y conventos convertidos en hoteles, como el de Santa Isabel, donde San Pancracio ya no puede atender a quienes buscan salud y trabajo.

Sigues por Zarco, donde la extrema velocidad de algunas bicicletas asusta a los turistas del patrimonio de la humanidad, y observas que hay un momento en que se abrazan la torre de Santa Marina y el cine Olimpia antes de desembocar en la plaza de las Beatillas, cerca de la iglesia de San Agustín, por Ocaña, 19, desde donde la editorial Utopía Libros, de Ricardo González, muestra su escaparate de creatividad, este año.

Patios con poesía. Antología poética de confinamiento, donde me han incluido junto con Antonio Gala, Pedro Roso y Diego Plazuelo, quesero de Villaralto, mi pueblo.

Estos patios de otoño han supuesto un hallazgo para el Ayuntamiento de Córdoba, que ha encontrado un calmante inesperado a tanto desajuste económico de terrazas, barras, reuniones, mascarillas y casualidades.

Como calmante se puede denominar a las palabras que el alcalde dedicó la otra tarde a la Real Academia en la inauguración de su curso en el Jardín Botánico, ese patio de patios, regado por el Guadalquivir, donde los amantes de la vegetación tienen señalado el final de su particular Camino de Santiago.

El alcalde Bellido se mostró partidario de que la actual directiva de la Academia retorne a su casa, en la histórica calle Ambrosio de Morales, donde la ciudad echó raíces parecidas a las de los patios.