Ola de frío, claro. Porque en Córdoba, la bien amada, al menos por mi parte, cuando hace calor es calor del sur, pero cuando viene el frío y es polar, ya me dirán. La escarcha, el hielo y esa nieve que cuando es pura es lo más hermoso del mundo, pero cuando se ensucia y embarra, repele. Para defenderse del frío nada mejor que las bufandas que ofrece nuestro periódico o los edredones, el gran invento que nos vino del norte, y que arropa. Imagínense ustedes si estuviera lleno de la pluma de las aves que hacen que el Guadalquivir se blanquee en el invierno, pues ya saben ustedes, porque lo he contado muchas veces, que hay un mosaico, si no lo han guardado, en el hotel al otro lado del puente, con aquellas palabras sueltas de este perolero: «Desde este sitio, único, he visto nevar en Córdoba, en agosto».

La Córdoba del milagro, la sorprendente Córdoba siempre. Recuerdo el frío de aquellos tiempos cuando te crecían los sabañones del alma. Perdonen por la metáfora. Me dicen que están volviendo los braseros, por el tema de la luz, pero los braseros de picón, aquellos que creaban las incómodas cabrillas en las piernas de las damas. Así que ¡hola! a la ola, la polar, la que viene de allí donde se arrastra el Transiberiano, que yo en mis tiempos de viajero conté.

Leo que a San Pancracio, del que un día me dijeron que era el patrono que hacia posible lo imposible, lo han cambiado de sitio, del convento de Santa Isabel donde habitaba a la iglesia de Santa Marina. Les diré una cosa. Está aquí a mi lado, en una pequeña estatuilla, y todos los días le paso la mano por encima. De Córdoba me lo traje a Madrid, de Córdoba, de donde tantas cosas me he traído. En fin…

Menos mal que la ola, dicen, se va hoy mismo, que no se queda más que lo justo, aunque en nuestra Sierra Morena, capital Villaharta, continúe el frío, ese frío habitual, en estos días de enero, desde que el mapa es mapa.

Claro que para caldearse no hay nada mejor que acudir, hoy todavía, a Fitur y que te digan dónde está dentro del de Andalucía el stand de Córdoba, formidable, y sonando de fondo la música del maestro Vicente Amigo, que ha sido nombrado, de hecho y de derecho, embajador de los Patios de Córdoba por todo el mundo donde acuda con su amor y su guitarra al brazo. ¡Qué buen titulo, hermano Amigo, para ponérselo en las tarjetas de visita!

A propósito, que me dicen que cierra ya sus puertas el Nebraska, aquel café marisquero de Madrid que había en el cruce de Atocha, de buen recuerdo. Allí es donde se encontraron un día Rafael Sánchez Ortiz, El Pipo, y Manuel Benítez, el V Califa, cuando el apoderado, con su borsalino y su puro, le dice al torero aquello de ¿y tú quién eres, muchacho?

--Me llaman El Renco y yo quiero ser torero…

Enseñó sus golpes, que eran como su carnet de identidad. Aquello fue decisivo. Cuando nos pudimos ver por vez primera en ese sitio de la historia del toreo, después de escuchar a El Pipo hablar maravillas del muchacho de Palma del Río, el valiente, el de la sonrisa como quien tiene un cuchillo entre los dientes, me miró despacio y me dijo: «Usted, hable de mí lo que quiera, que yo me encargaré de cortar las orejas en las plazas». Y lo hizo.

Grande esta tierra de grandes. La Fundación de Artes Plásticas Rafael Botí nos muestra en su sede su lado más audaz, más desconocido, casi rompedor diría yo, pues ha montado la exposición Maneras de contemplar un mirlo, relacionada con el poema de Wallace Stevens. Así que aquí me tienen contando y cantando Córdoba, que es lo mío, por eso anoto en mi memoria aquel llamado de cartel: Córdoba, patio abierto todo el año.

Y el especial Fitur de nuestro periódico de hace unos días, para guardarlo. Como esa columna, romana, de mi primo Santiago Cortés, hablando de una pintora gitana, como él, como casi yo, que se llama Lola, y que pinta lo que no se ve, pero que llevamos dentro. O sea, si es que hay alma, el alma. Y termino que se me acaba el sitio. Les recomiendo de Ediciones B, del Grupo Zeta, ni más ni menos que el libro Un misterio en Toledo, de Anne Perry. Les va a sorprender.

Por cierto. Ha muerto atropellado en la carretera, en Doñana, el lince Durillo. Era una joya de la naturaleza. Sus padres eran cordobeses, de nuestra Sierra Morena. Tengo que pedirle al genio Fernando Herrera, que me regaló hace unos días dos cacharros bien hermosos de su colección de jarros de lata, el lobo y el ciervo, que a ver si le queda un lince suelto. Es lo que me gustaría ser cuando me vaya, si es que dan a elegir. Lince, sí, pero en lo más alto de nuestra geografía. A ver si hoy ya podemos decir, cordobeses, ¡adiós, ola!