Cada día que pasa estoy más convencido que la escritura es el hermano menor de la lectura. Y más afianzado en que debe ser así. La misión del escritor no consiste en ser escritor, ni en adornarse de todo lo que ello conlleva. La misión del escritor es la de ayudar al lector y enamorarlo de la lectura y en la lectura.

Tampoco se es escritor por el hecho de recibir un premio literario, se es escritor y se debe escribir para ayudar a leer. Pero esa lectura, y esto también hay que enseñarlo, tiene que educarse. Si leemos los libros o los textos de las redes sociales, las críticas fingidas de los suplementos, el postureo lacónico de las fotos que inundan nuestros móviles, entonces no leemos, ni aprendemos, ni somos en definitiva lectura. Hay que saber qué debe leerse, y alejarse de la banalidad, de toda la estupidez humana, en definitiva.

Escribía Orwell en 1936: «Vistos en masa, cinco mil, diez mil de golpe, los libros se me antojaban aburridos e incluso nauseabundos. Hoy en día hago alguna que otra adquisición ocasional, aunque solo si se trata de un libro que deseo leer y que no puedo pedir prestado. Nunca compro morralla. El olor dulzón del papel deteriorado ha dejado de resultarme atractivo. Lo relaciono muy estrechamente con los clientes paranoicos y los moscardones muertos».

Al igual que somos esclavos de la vida, no podemos ser esclavos de nuestras lecturas. Debemos escapar y retomar la libertad, una libertad que solo aparece en las lecturas elegidas. Blanca Andreu escribió hace años «un pájaro es un ángel inmaduro». Y los escritores que escriban para ayudar al lector y para defender la lectura, también son ángeles inmaduros. Y digo inmaduro porque no hay nada más bello que la inmadurez, o tal vez sí: la alegría de lo imperfecto.