Cuando lo detengan, que lo más probable es que lo hagan, se descubrirá algún rasgo característico en el asesino de Toulouse que permitirá a los sociólogos de urgencia explicar las razones de su bárbaro comportamiento. Una psicopatía o el fanatismo antisemita o islamista de un solo hombre o de un grupo reducido aparecerán entonces como las claves del horror de estos días.

Y habrá quien pida medidas políticas para que ningún loco ande suelto en Francia o para erradicar los núcleos ultraderechistas o yihadistas. Y puede que se tomen. Pero valdrán para poco. Porque el verdadero culpable en este y en otros casos similares --como el de la masacre noruega de julio-- es bastante más difícil de definir y no por ello menos peligroso: es el clima de violencia que crece imparable en las sociedades avanzadas, particularmente en las zonas menos privilegiadas de las mismas, pero también en los ámbitos más exclusivos.

Casi todo alienta ese clima. Desde la crisis y la postergación de millones hasta los mensajes que emanan de populares productos culturales. La insolidaridad y el aislamiento creciente de los individuos en el magma social lo favorece. Cualquier motivo, sean unas presidenciales cuyo resultado no va a cambiar mucho la crítica realidad actual francesa o sea el drama de Oriente Próximo, puede ser la justificación que necesita alguien para acabar con todo. En Francia hay ejemplos recientes de ello. En España todavía no se ha llegado a tanto.

Solo François Bayrou, el candidato centrista al Elíseo, se ha atrevido a poner el dedo en esa llaga y sus rivales lo han criticado por romper el acuerdo para alejar la política de los hechos de Toulouse. Pero si el asesino es atrapado antes de que terminen las elecciones, Nicolas Sarkozy resultará reforzado, y si así no ocurre, el beneficiado será François Hollande. Y eso deben saberlo unos y otros.