Es pronto para que las primaveras árabes desvelen todas sus certidumbres. Ha transcurrido un año y, aunque desearíamos pasar página con la sensación de que todo ha sido un sueño, no cesa la amenaza de que acabe en pesadilla. En la mayoría de los países la ecuación de poder está por resolver, pero en Libia no avanza. Aunque las milicias y la aviación internacional lograron acabar con el dictador, el legado empieza a manifestarse hostil y el país regresa por el camino violento que desciende a las tinieblas.

A diferencia de Túnez o Egipto, en Libia no hay sentimiento nacional y, aunque el Gobierno de transición debería controlar a las milicias, la lealtad de cada una de ellas, y su estructura de mando, tienen referentes locales. El resultado es que, cuando brota la violencia en una zona, como ha ocurrido en Ben Walid --el último bastión leal a Gadafi--, todas las demás sienten la amenaza. De ahí la brutalidad humana en Misrata, donde Médicos Sin Fronteras se ha negado a tratar a los presos torturados, para que después las milicias en el poder continúen el despiece humano con sus interrogatorios.

Sería un error pensar que son hechos aislados; Libia está a un paso de volver a caer en el abismo, entre otras cosas porque la intervención solo acabó con el general Muamar Gadafi, no con su legado. Como en tantas otras, el problema de las intervenciones extranjeras es la prisa por salir, dejando un Gobierno débil, un poder fragmentado, una sociedad dividida y un país destrozado. Un problema habitual del recurso a la fuerza es que puede alcanzar objetivos brillantes pero, cuando se consiguen solo con violencia, es muy difícil defenderlos sin recurrir a ella.

A la campaña militar en Libia no le ha seguido un despliegue político. Sin partidos ni instituciones, el poder es débil y queda en manos de milicias salvajes. Si no se hace nada, el legado de Gadafi no tardará en mostrarse tan crudo como en la dictadura.