Cuando Fernando Alonso fichó por McLaren todos sospechábamos que no volvería a ganar un gran premio. Aquella bajada de la bicicleta de Miguel Induráin, en La Vuelta del 96, dibujaba en su maillot la frase «hasta aquí he llegado» para los que la sufrimos en directo. Algunos hechos sólo confirman la certeza interior que se tiene desde tiempo antes, incluso desde el inicio, de que hay un final. El anuncio del regreso de José Ramón Sandoval llegó acompañado del pensamiento de que había que comprobar hasta dónde podía llegar. Unos meses antes tuvo problemas, y no pocos, con muchos de sus jugadores. Y eso, a pesar de estar en un equipo a tope, sumando puntos sin parar, por lo que había que pensar entonces que, si en los días de vino y rosas no hubo romance, en las jornadas de pico y pala, menos. Sobre todo cuando hay más pico que pala. El club no supo cómo justificar la no continuidad del de Humanes y dio todo tipo de argumentos, a cuál más peregrino, para intentar tapar que ni gustaba a la cúpula ni al vestuario.

Hay muchas anécdotas que adornan esa etapa anterior, la mayoría comentadas por jugadores que ya no están en la plantilla, incluso fuera del país. El relax de tener el milagroso objetivo en el bolsillo, la certeza de que el entrenador ya no está, la felicidad de comentar el espinoso camino recorrido con una sonrisa hace que la tensión desaparezca y se desvele, incluso, lo más jocoso. Hay una jugosa anécdota sobre el todavía técnico blanquiverde, Koki y una sanción que no tiene desperdicio. Pero entonces Sandoval era solo un recuerdo y su regreso estuvo favorecido por muchos acontecimientos.

El primero, que Sandoval no encontró sitio en ningún banquillo de Segunda. El segundo, que su no renovación fue criticada por un sector de la afición. El tercero, que era complicado (no imposible como pretende alguno) incorporar a un entrenador a principios de agosto. Y el cuarto, que era la cara ideal para contener las duras consecuencias de credibilidad tras un verano, el pasado, que fue el peor en la historia reciente del Córdoba.

Mientras que los argumentos favorables tenían mucho que ver con circunstancias externas o coyunturales, los que corrían en su contra eran, principalmente, deportivos. Muchos jugadores, de los que están y de los que no, nunca creyeron en él. Y no lo hicieron no por un aspecto personal o de imagen, sino por un concepto futbolístico. O de falta de él. Había un jugador que representaba esa falta de fe en el técnico la pasada temporada y lo demostraba claramente, incluso en el campo. Porque el que es líder lo es en las malas y en las buenas, no sólo cuando su opinión o decisión coincide con la propia. Y esa posición de líder no es individual, sino que recoge el sentir de no pocos compañeros. Pero también en el campo se vieron otros casos, ya entonces, en plena escalada en la clasificación, más disimulados si se quiere, pero reales. Los dirigentes vieron decisiones incomprensibles en titularidades que iban y venían y también opiniones del entrenador expresadas más allá de la puerta del vestuario que no favorecían, precisamente, la cohesión del grupo. Pero se vivía el frenesí por la salvación y cualquier problema había que aparcarlo.

Sandoval pudo acometer esta segunda etapa como una oportunidad. Sus últimas experiencias en Granada o Vallecas, desde el inicio, no tuvieron éxito. Él sabía también la opinión de su último vestuario, a pesar de lograrse un milagro y, sobre todo, de los méritos de unos y otros a la hora de lograrlo.

Cuántos daríamos lo que no tenemos por volver atrás para reparar errores o para acometer situaciones de manera diferente. Sandoval tuvo esa opción. Y la desaprovechó, dándole la espalda a la realidad, negándola. No cambió ni un ápice la forma de acometer esas circunstancias externas y sus declaraciones, tras la debacle en Albacete, rompieron definitivamente la débil opción que aún le concedía el propio vestuario. Un entrenador no es un jefe que manda ni los jugadores son sus empleados que obedecen y callan. Incluso un aficionado, por más acérrimo defensor de un entrenador que sea, lo entiende. Conjugar la primera persona del plural en los últimos cinco segundos de una perorata en la que se ha hablado durante minutos y minutos de «ellos» no engaña a nadie. O a pocos. Señalar a esos profesionales, de una forma u otra, no es la mejor manera de hacer grupo ni de conseguir que crean en ti. Por el contrario, favorece el distanciamiento y, como mínimo, la desconfianza. Máxime, cuando no se tiene un gran concepto de la pizarra aportada.

GRANADA, COMO ALBACETE

Lo ocurrido en Granada no difiere en mucho de lo visto en Albacete o Málaga. Nadie cambió. Este Córdoba no sabe a lo que juega. Piovaccari salió en el minuto 19. Javi Lara, unos días antes en la grada, jugó los últimos 20 minutos. De las Cuevas, de titular a la grada o de jugar en banda a entrenar por dentro. Pero el entrenador siguió a lo suyo: señalar públicamente con sus decisiones y tanto pública como privadamente con palabras a los jugadores. Algo que -obliga a recordarlo- no es nuevo en su carrera. Ni tan siquiera en su periplo en el Córdoba. Cuando en la tercera jornada ya se confirmó que el equipo no jugaba a nada, el técnico decidió poner el foco en los jugadores para arrancar la idea de la afición de que había una campaña orquestada en su contra. Podrá lograrlo en algunos o en muchos, pero la realidad es que este equipo, su todavía equipo, no juega absolutamente a nada. Cuatro cambios de sistema, 23 jugadores utilizados, futbolistas que pasan de la grada a la titularidad y viceversa... Por no hablar del viraje entre sus declaraciones, el 3 de agosto y las producidas este mes.

No deja de ser curioso que, ante los problemas este verano con LaLiga, se le negara al club, con razón, el argumento de que «me tienen manía». Nadie compró ese razonamiento, lógicamente, y se señalaron errores de gestión, más allá de que hubiera cierta inquina desde Madrid a la hora de admitir o no, discrecionalmente, algunos fichajes. Pero la responsabilidad fue del propio club. Sin embargo aún hay quien sí compra para Sandoval el mismo argumento de que los jugadores le tienen tirria. Un entrenador debe tirar de pizarra, algo que poco se ha visto hasta ahora, pero también ha de ser un gestor de caracteres. De veinticinco nada menos. Eso le va en el sueldo también. Cobrarlo para que aficionados o prensa hagan esa parte de su trabajo no habla bien de ese entrenador. Defender la titularidad de un jugador por más que no esté ni para el saque de honor o las virtudes de un entrenador por muchos errores que haya cometido no deberían ponerse nunca por encima del propio club.

GIRO EN EL DISCURSO

Ese giro en las declaraciones se produjo tras un intento de devaluar a su propia plantilla. «Si tenemos que jugar con trece, que son los que tenemos ahora, jugaremos con trece», dijo Sandoval nada más llegar, insuflando ánimo a un entorno y club alicaídos y dando la mejor versión de lo que esperaba la propia entidad de él para su regreso. Un mes después intentó colar en no pocas ocasiones aquello de «plantilla baratita» o el supuesto problema con los sub 23. No caló. Entre otras cosas porque los aficionados ven planteles de otros equipos y valoran que el del Córdoba no tiene que desmerecer los de al menos siete u ocho clubs de la categoría. Así, tras unas comparecencias que algunos interpretaron como intentos de señalar al propio club, en las últimas semanas Sandoval puso el foco en los propios jugadores, siempre de la misma forma: diez minutos de lo que «han hecho» y los últimos cinco segundos para anunciar lo que «vamos a hacer».

Pero aún no se le ha visto en el césped el más mínimo atisbo de desvelar cómo quiere que juegue este equipo. En el colmo del dislate y tras semanas renegando del sistema de tres centrales, en Granada, con los rojiblancos pasando por encima y el marcador en contra, decidió jugar la última media hora así, un reflejo de impotencia y miedo a partes iguales. Siempre se está preparado para las excusas de los jugadores. Hasta Xavi Hernández habló después de una derrota de la altura del césped. Pero también siempre -o casi siempre- se ha asumido que esas excusas las recoge el entrenador y las «cocina» en el vestuario. No todos estamos preparados para que un técnico, en ese aspecto, se convierta en un jugador más. O peor: en un jugador que señala a sus compañeros. Como si Carlos Abad hubiera dicho tras el partido: «Yo hago lo que puedo, pero mis compañeros ya habéis visto la que han liado». A pesar de su partidazo muchos se hubieran echado encima de él, afeándole ese desmarque.

Mientras el Córdoba se va a Segunda B, se puede seguir cantando el amor por un entrenador. Hasta con música. Así es esta ciudad. Hay amores que matan.