Escuchar a la Orquesta de Córdoba fuera de su caja de cartón habitual, el Gran Teatro, es un verdadero placer auditivo. La ocasión la brindaba el Festival de Piano Rafael Orozco. Y el espacio de circunstancias, las naves de Almanzor de la incomparable Mezquita de Córdoba, lugar tan bello como terrible para el sonido por su enigmática acústica. La Orquesta se reveló con los mil colores que atesora y que no podemos disfrutar, aunque la excesiva reverberación no contribuía a la claridad de planos. La ausencia de muros verticales que dirigieran el sonido hacía que los instrumentos situados al fondo se oyeron más lejanos de lo que realmente estaban. Por contra, los bajos parecían redoblados y los pizzicati de la cuerda, amplificados del relieve que adquirían. En cualquier caso, el piano, o mejor dicho, Josu de Solaun al piano, llegaba a comerse a la orquesta por momentos, tal fue lo imperial de su presencia.

El compositor pozoalbense Lorenzo Palomo (1938) aclaró al final del concierto la razón de un programa tan exótico. Fue en Valencia, siendo él director de la Sinfónica, donde coincidiera con el insigne pianista cordobés Orozco, que resultó ser "Rafalín", su antiguo compañero de conservatorio en Córdoba. En atriles entonces, el Concierto de Piano de Chaikovski. Ahora también, acompañando a sus Nocturnos de Andalucía, en versión para piano y orquesta estrenada en 2021, cerrando el círculo. Tour de force para cualquier pianista concertante por la dificultad de ambas obras. Una, cumbre del virtuosismo. Otra, la pieza más difícil del repertorio concertístico español tras las Noches en los Jardínes de España de Falla. Hay que estar un punto fuera de lo cabal para asomarse de esta forma al precipicio. Solaun, en perfecta simbiosis con la Orquesta de Córdoba y con Domínguez-Nieto al podio, acreditó estarlo con dos lecturas de impacto, modélica la de Palomo, controvertida la de Chaikovski.

Nocturnos de Andalucía, composición original para guitarra y orquesta de 1996 para Frühbeck de Burgos y Pepe Romero, es, en palabras de su compositor, un ejercicio de melancolía y remembranza de la tierra de la infancia. La obra, de inatacable escritura, de inspirada veta melódica y rítmica y de fina orquestación, se escucha con gran placer para el oyente, que siente estar pisando en todo momento "tierra conocida". En el vibrante Brindis a la noche, la delicada Sonrisa truncada de una estrella o el mercurial Ráfaga asoman sonidos, ritmos, efectos, que uno asocia inmediatamente con los sospechosos habituales: Stravinsky, Ravel, Bartok, Falla... Como con la música de John Williams, es inevitable que durante el deleite aflore cierta sensación de deja vù. Pianista, orquesta y director se emplearon a fondo en una interpretación canónica, con todos los atributos que uno asocia a la música española, elegancia, misterio o evocación, destacando especialmente en un Nocturno de Córdoba delicadamente paladeado.

Si en la obra de Palomo sirvió para comprobar la técnica sobrada y la capacidad inmersiva de Solaun, en Chaikovski el despliegue de fogosidad e ímpetu hizo que el concierto pasara sobre nosotros como un vendaval. Se notaba que el pianista le tiene tomada la horma desde que ganara con él el Concurso internacional de piano George Enescu en 2014. Desde la llamada de trompa inicial y los poderosísimos acordes del piano sobre la que se levanta la memorable melodía, la interpretación fue tan deprisa, fue tan trepidante, que no dio ocasión al respiro ni a que emergiera el carácter ciclotímico que encierra el primer movimiento o la dulzura melancólica del segundo, planteado desde la sonrisa y un carácter interlúdico. El tercero se convirtió en un auténtico festival de la velocidad: arrancó desbocado, se desarrolló frenéticamente, y tras el crescendo de la orquesta previo a la recapitulación, donde Domínguez-Nieto dejó entrever un destello de la sabiduría constructiva de sus recientes Bruckner, batuta y pianista enloquecieron en un final de infarto que desembocó en una ovación de órdago. Tanta exhibición, tanto torrente ígneo, aupó a los intérpretes ligeramente por encima de la música, hurtándonos ese concierto de Chaikovski soñado que, de haber bajado el voltaje, podían habernos regalado. De premio, en medio de la locura generalizada, un Nocturno de Córdoba aún más ensoñado.